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Los presidentes estadounidenses tienen la costumbre de describir a los mandatarios chinos con halagos. Richard Nixon le dijo a Mao Zedong con total adulación que sus escritos habían "cambiado al mundo". Para Jimmy Carter, el nombre Deng Xiaoping iba seguido de una serie de adjetivos que expresaban elogios: "listo, fuerte, inteligente, franco, valeroso, agradable, seguro, amistoso". Bill Clinton describió a Jiang Zemin como un "visionario" y "un hombre de un intelecto extraordinario".

El presidente Donald Trump se muestra igualmente impresionado. De acuerdo con algunas citas de The Washington Post, afirmó que el actual líder chino, el presidente Xi Jinping, "quizá sea el más poderoso" que ha tenido China en un siglo.

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Es posible que Trump tenga razón. Si no fuera un suicidio político, el presidente estadounidense incluso podría haber agregado: "Xi Jinping es el líder más poderoso del mundo".

Más vale aclarar que la economía china todavía ocupa el segundo lugar en términos de talla, detrás de Estados Unidos, y su ejército, a pesar de haber crecido con rapidez, todavía no se compara con el de este país. Sin embargo, el poder económico y los recursos militares no son los únicos aspectos importantes. El líder del mundo libre tiene un enfoque estrecho y transaccional hacia los extranjeros y parece incapaz de aplicar sus planes en casa. Estados Unidos todavía es el país más poderoso del mundo, pero su líder es más débil al interior del país y menos efectivo en el exterior que cualquiera de sus predecesores en la historia reciente, en particular porque desdeña los valores y alianzas que son el sustento de la influencia de Estados Unidos.

En contraste, el presidente del estado autoritario más grande del mundo se pavonea en el exterior. Tiene mayor control sobre China que cualquier otro líder desde Mao; además, la China de Mao era caótica y de una pobreza miserable, mientras que la de Xi es un motor dominante de crecimiento global. Su influencia se develará por completo muy pronto.

Algunos observadores más escépticos quizá se pregunten si Xi utilizará este extraordinario poder para bien o para mal.

En sus numerosos viajes al extranjero, Xi se ha presentado como un apóstol de la paz y la amistad, la voz de la razón en un mundo inquieto y confundido. Los fracasos de Trump le han hecho todo mucho más fácil. En Davos, en enero, Xi prometió a la élite global convertirse en un defensor de la globalización, el libre comercio y el acuerdo de París sobre el cambio climático. Quienes lo escucharon en la audiencia quedaron encantados. Quizá también sintieron alivio al saber que por lo menos una de las grandes potencias estaba dispuesta a hacer lo correcto, aunque Trump no lo hiciera.

El mundo escucha las palabras de Xi en parte porque cuenta con el respaldo de las mayores reservas de divisas del mundo. Su "Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda" quizá tenga un nombre extraño, pero el mensaje es claro: billones de dólares de recursos chinos se invertirán en el exterior en redes ferroviarias, puertos, estaciones eléctricas y otros tipos de infraestructura que beneficiarán a amplias áreas del planeta. Es el tipo de liderazgo que Estados Unidos no ha demostrado desde la época de la posguerra con el Plan Marshall en Europa occidental, cuya escala era mucho menor.

Xi también proyecta un poder militar que para China no tiene precedentes en el extranjero. Este año inauguró la primera base militar del país en el extranjero, en Djibouti. Envió a la marina china a realizar maniobras en zonas mucho más lejanas que antes; en julio llegaron al borde del territorio de la OTAN en el mar Báltico, junto con la flota de Rusia. China afirma que nunca invadiría otros países para imponer su voluntad (además de Taiwán, al que considera una provincia rebelde, no un país). Afirma que entre sus acciones fundamentales se encuentran aquellas destinadas a conservar la paz y combatir la piratería, además de misiones humanitarias. En cuanto a las islas artificiales con pistas de aterrizaje para uso militar que construye en el mar de China Meridional, asegura que su único objetivo es la defensa.

A diferencia del presidente ruso Vladimir Putin, a Xi no le interesa causar alborotos a nivel global ni tiene la intención de trastocar la democracia y desestabilizar a Occidente. Sin embargo, demuestra demasiada tolerancia ante los problemas que causa su aliada Corea del Norte, que no cesa de hablar de sus misiles nucleares, y algunos movimientos militares de China causan consternación entre sus vecinos, no solo del sureste de Asia, sino de India y Japón.

Sin embargo, en cuestiones internas, Xi despliega instintos al menos tan intolerantes como los del presidente ruso. Cree que incluso un poco de libertad política podría no solo perjudicarlo a él, sino acabar con el régimen. Lo acechan pensamientos acerca de la experiencia de la Unión Soviética, y esa inseguridad también tiene consecuencias.

No solo desconfía de los enemigos que se ha ganado por sus medidas de depuración, sino de la creciente clase media de China con sus teléfonos inteligentes en la mano y de la incipiente sociedad civil que comenzaba a aflorar cuando asumió el poder. Parece decidido a aplicar controles más estrictos sobre la sociedad china, en particular mediante el fortalecimiento de las facultades de vigilancia del Estado, y a que el partido conserve el firme control de la economía.

Todas estas medidas provocarán que China tenga menos riqueza y sea un lugar más sofocante para vivir. Durante el mandato de Xi se han agravado los abusos a los derechos humanos, y otros líderes mundiales casi ni han mencionado el asunto. Los liberales alguna vez lamentaron los "diez años perdidos" de reforma durante el mandato del predecesor de Xi, el presidente Hu Jintao. Esos diez años ya se convirtieron en 15, y podrían ser más de 20.

Algunas voces optimistas afirman que todavía no hemos visto al verdadero Xi, que el congreso le ayudará a consolidar su poder, y entonces comenzará a aplicar en realidad reformas sociales y económicas, a partir de su relativo éxito en el combate a la corrupción. Sin embargo, si en realidad resulta ser un pluralista, lo ha disimulado muy bien. Más aún, a quienes creen que todos los líderes tienen una fecha de caducidad les preocupa que Xi no quiera retirarse en el 2022, la fecha en que debería hacerlo conforme a los precedentes.

Xi quizá piense que concentrar en las manos de un hombre poder casi ilimitado sobre más de 1.400 millones de chinos es, como le gusta decir, la "nueva normalidad" en la política china. Sin embargo, en realidad no es normal, sino peligroso. Nadie debería tener tanto poder.

Poner el gobierno en manos de un solo hombre es una receta segura para la inestabilidad en China, como lo ha sido en el pasado; basta recordar a Mao y su Revolución Cultural. También es una receta para el comportamiento arbitrario en el exterior, una idea que causa especial inquietud en la era Trump, cuando Estados Unidos se ha retirado y ha dejado un vacío de poder.

El mundo no quiere que Estados Unidos se aísle ni que surja una dictadura en China. Por desgracia, es muy probable que ambas cosas sucedan.

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