Crecieron con el estigma de ser “hijos de verdugos”, encerrados en una búsqueda de identidad sin fin. Han pasado casi 27 años, pero los niños nacidos de violaciones durante el genocidio en Ruanda todavía luchan contra el trauma, mientras tratan de construir un futuro.

“Tengo muchas cicatrices en mi corazón”, responde Patrick, de 26 años, cuando le preguntan cómo se siente. Intentó suicidarse dos veces, cuando tenía 11 y 22 años. En un país donde se considera vergonzoso no poder establecer su linaje paterno, cuando iba al colegio no se relacionaba con otros estudiantes, recuerda. “La sociedad no podía aceptarme. Yo no les importaba ni a los tutsis ni a los hutus...”, afirma, sollozando.

“No sé quién es mi padre ... y mi futuro siempre será complicado si no conozco mi pasado”, declara a la AFP por teléfono desde Nyanza (sur de Ruanda), donde estudia contabilidad. Estos niños crecieron a la sombra del genocidio contra la minoría tutsi, orquestado por el régimen extremista hutu en el poder y que, entre abril y julio de 1994, causó más de 800.000 muertos.

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La ONU estima que al menos 250.000 mujeres fueron violadas durante el genocidio. Y se cree que miles de niños nacieron de estas violaciones, pero no hay cifras oficiales. Muchas mujeres violadas nunca contaron esta experiencia traumática a sus hijos ni a los hombres con los que se casaron más tarde por miedo a ser rechazadas. Levantaron un muro entre el pasado y ellas, a pesar de los rumores en los barrios y de que se sobreentendía en las familias.

Las que aceptaron hablar con la AFP lo hicieron bajo un nombre falso. La madre de Patrick, Honorine, dice que estuvo retenida durante cuatro días con otras mujeres tutsis en una familia de milicianos extremistas hutus, los “Interahamwe”, el brazo armado del genocidio.

Cuando regresaban de su jornada de matanzas, estos milicianos “violaban a las mujeres que escondían”, explica esta mujer de 48 años, tímida y de cabello corto. “Decían que iban a comer el ‘postre’ ... y el postre era yo, porque era la más joven”, recuerda llorando. Después de la huida de los milicianos, intentó reunirse con su familia en el norte del país. “En el camino me violaron y ahí fue cuando quedé embarazada, eran hombres de Kigali”.

“Hijo de asesino”

Después de sufrir una negación del embarazo y de querer morirse, Honorine crió a su hijo, pero sin amor, reconoce. Se casó, pero su marido acabó rechazando al niño, “al que llamaba hijo de asesino”. Ella se culpa de ser la causa del sufrimiento de su hijo. La AFP la entrevistó en diciembre en la ciudad de Muhanga (centro), al margen de un taller de acompañamiento a mujeres violadas organizado por la reconocida terapeuta Emilienne Mukansoro, de 53 años.

Ella misma sobrevivió al genocidio y trabaja desde hace más de 18 años con mujeres víctimas de violación. Desde 2012, dirige como voluntaria nueve grupos de apoyo en Ruanda. Muchas de estas mujeres han sido violadas en público frente a familiares o vecinos para deshonrarlas a ellas y a sus familias, han sido torturadas y mutiladas, secuestradas como esclavas sexuales, e infectadas intencionalmente por violadores seropositivos.

“La violación fue una manera específica de degradar y exterminar a la comunidad tutsi. Apuntando a los cuerpos de las mujeres, lo que buscaron los responsables del genocidio fue una ruptura radical de la filiación para que una mujer nunca más pudiese dar a luz a un niño tutsi”, declara a la AFP la historiadora Hélène Dumas.

“Son violaciones ideológicas que se inscriben dentro de la política genocida”, agrega. Dumas recuerda que la ministra de la Familia en 1994, Pauline Nyiramasuhuko, fue condenada por la justicia internacional por haber incitado a milicianos y soldados a una campaña de violaciones masivas de mujeres tutsis en la región de Butare (sur). “Incluso hoy estos niños (nacidos de una violación) están vinculados en su existencia a lo que les pasó a sus madres. Esto es lo que hace que el genocidio perdure durante un tiempo casi infinito”, explica Dumas.

“Afrontarlo”

Al final del genocidio, Ruanda quedó destrozada, había que reconstruir casi todo y no se dio prioridad a los traumas. Pero desde hace unos años, las asociaciones de supervivientes y las oenegés organizan grupos de apoyo terapéutico y hacen un seguimiento de estas mujeres. Esto “ha ayudado a una sociedad aturdida por la peor de las tragedias humanas y un país en ruinas a seguir viviendo juntos”, señala Godelieve Mukasarasi, de 64 años, fundadora de la oenegé Sevota.

Al contrario de los huérfanos del genocidio, los niños nacidos de violaciones no fueron reconocidos legalmente en Ruanda como supervivientes y no se beneficiaron de un apoyo específico. Pero se les “ayudó a través de sus madres”, beneficiarias del Fondo de Asistencia a los Supervivientes del Genocidio, precisa Naphtal Ahishakiye, secretario ejecutivo de la asociación de supervivientes Ibuka.

Varias madres entrevistadas por la AFP contaron que tienen muchas dificultades para financiar la educación de sus hijos. La mayoría de las mujeres violadas provienen de familias modestas de las colinas que antes del genocidio se ganaban la vida con la agricultura y la ganadería. Después de estas violaciones, debilitadas y a veces seropositivas, ya no les quedó fuerza física y mental para trabajar en el campo.

Muchas acabaron solas porque los hombres de sus familias fueron diezmados durante las matanzas o porque su aldea y su entorno les dieron la espalda. Martha, una habitante de Muhanga de 46 años, sigue sufriendo el rechazo de sus hermanos por haber dado a luz a un hijo en estas circunstancias en 1995. Cuenta que en 1994 “unos militares” la fueron a buscar a ella y a otras mujeres al bosque donde se habían refugiado y la violaron “durante días”.

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Cuando uno de sus dos hermanos -que combatió en la exrebelión tutsi del FPR que acabó con el genocidio- supo que estaba embarazada le dijo: “No tengo tiempo para perder contigo. Incluso aunque me dijeran que estás muerta, no tendría tiempo de ocuparme de tu cuerpo”.

Según ella, sus hermanos tenían previsto “matar al bebé después del parto”. Pero al final nunca vinieron al hospital. Y desde hace 26 años la han abandonado, enferma y pobre. En diciembre, cuando la conoció la AFP, su hija, una joven esbelta y sonriente, ayudaba a su hermanastro de 15 años, nacido del matrimonio de Martha con un hombre de origen hutu, a hacer los deberes.

Cuando tenía nueve años Diane quiso saber quién era su padre. “No tienes padre, tu padre murió...”, le respondió su madre. El grupo de apoyo de la oenegé Sevota ayudó a Martha a “verse como una persona humana”. Y un día al regresar de una sesión a la que había llevado a su hija adolescente, le dijo: “Tú también naciste de una violación”.

“Y eso es todo, nunca volvimos a hablar de ello...”, declara Diane. “Debo aceptar el hecho de que mi padre era un verdugo y un asesino”, afirma. La joven participó en grupos de escucha y tras oír muchas historias “donde las madres abortaron o abandonaron a sus bebés”, considera que la suya es “muy valiente”.

Grupo de WhatsApp

Durante mucho tiempo Diane se culpó de ser la causa de la ruptura entre su madre y sus tíos. Ahora “piensa que es inocente de todas estas historias”. Tomó la iniciativa de crear un grupo de WhatsApp con sus primos con quienes habla. Sus tíos les prohíben verse, pero ella espera que algún día la relación mejore.

Para algunos niños que “heredan” el sufrimiento de su madre llega un momento en el que “ya no pueden soportar vivir en esta vida que no han elegido y deciden cortar los puentes”, explica Mukansoro. Es lo que le sucedió a Paradine, de 57 años, con la que la AFP habló durante el taller de la terapeuta, en un pequeño local de Muhanga.

Paradine, de mirada melancólica, fue ese día la primera en beneficiarse de la escucha benevolente de otras mujeres: su hija, nacida de una violación, lleva tres años distanciada de ella. Paradine la visitó recientemente tras el nacimiento de su primer hijo, pero ella “no me dejó tomar al bebé en brazos”, dice llorando. Exclamaciones de pena recorren el grupo de mujeres.

“Me acusó de haberla tenido pese a no ser deseada, de no ser de ninguna etnia, de no conocer a su padre”, cuenta. Paradine había superado con valentía su vida truncada desde la violación, rozando la locura. Crió sola a su hija y superó la experiencia gracias a años de terapia de grupo. Ahora tiene un pequeño comercio.

“Pero cuando mi hija me rechazó, volví a mi pasado ... sigues herida y es como si la herida todavía sangrara”. En un barrio pobre de Muhanga, en casa de Greta, de 53 años, también se respira un ambiente enrarecido. Casi 27 años después de su calvario, sigue tomando calmantes a diario.

Casada y embarazada, Greta perdió a su bebé y sufrió graves quemaduras en el incendio de su casa al comienzo del genocidio, un día en el que su marido estaba con su familia. Ella dice que “perdió la cabeza” durante semanas y la violaron mientras deambulaba. Cuando pudieron reencontrarse después del caos, su marido se enteró de este embarazo provocado por una violación. Decidieron ocultarlo.

En 2010 Callixte se enteró de que “(su) padre no es (su) padre”. Los padres se vieron obligados a vender los muebles para pagar su escolaridad. Esto agravó la pobreza de la familia y generó resentimiento en el padrastro hacia Callixte.

Al caer la noche sobre Muhanga, bajo un cielo tormentoso violáceo, Greta se aparta en el patio de su casa, que hace las veces de establo para una vaca lechera, para dejar pasar a Callixte, un muchacho alto, con pantalón tejano y camiseta. Su mirada franca y confiada, traicionada por un leve tartamudeo, contrasta con el malestar de su madre.

Cuando Callixte se enteró de su pasado, no lo “aceptó”. Luego la oenegé Sevota le ayudó con los gastos escolares. “Mi madre me dijo que, de todos modos, no conocía al violador... entonces me adapté”. Incluso hoy, solo los familiares más cercanos y la oenegé están al tanto. “No es un tema para hablar”, dice Callixte.

“Mi reina”

El tema del matrimonio es otro desafío vinculado a sus orígenes que atormenta a la joven Diane. Su última relación se remonta a dos años, pero el joven cortó con ella cuando le contó su historia. “Cuando logras decirle a alguien que no tienes origen, desconfía de ti (...). Y se convierte en un problema cuando dices que eres hijo de un miliciano”.

“El genocidio nos dejó consecuencias muy nefastas que no podemos afrontar en 20 o 30 años ...”, dice Ahishakiye de Ibuka. “Los ruandeses, día a día, construyen su unidad; debemos seguir sensibilizando a la población sobre cómo integrar a estos niños nacidos de violaciones”.

“Decepcionada”, Diane ya no cree “demasiado” en el matrimonio. Callixte considera que “la etnia ya no es necesaria”. “Soy ruandés, eso es todo”. “Cuando encuentre a alguien que me ame, esa persona no me preguntará por mi etnia”, afirma.

Patrick intenta “aceptar” su pasado. Logró hablar de ello con sus compañeros de clase, con amigos. “Nuestro país fomenta la reconciliación. La gente acepta cada vez más quién soy ...”, dice. ¿Cuál es su sueño? “Lograr fundar su propia familia” y tener una situación social que un día le permita ayudar a su madre. “Porque ella es mi reina, mi todo”.

Fuente: AFP.

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