• Ricardo Rivas
  • Twitter: @RtrivasRivas
  • Fotos: Gentileza

Mis poderosísimos contemporáneos, como cualquier persona de nuestra edad, evidencian alguna preocupación para dilucidar el siempre poco tiempo que nos queda.

Cuando promediaba la semana que pasó, desde Beijing –donde se encontraban reunidos el presidente de la República Popular China, Xi Jinping (72); el primer ministro de India, Narendra Modi (74), y el jefe de Estado de Rusia, Vladimir Putin (72), junto con un nutrido grupo de líderes y lideresas– llegaban novedades relevantes.

Convocados por el anfitrión para celebrar el octogésimo aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, en torno de la plaza de Tianan­men, para destacar impor­tancia sustancial de la paz presenciaron una parada militar. El mundo coincidió en destacar que fue un desfile impresionante durante el que el Ejército Popular de Libe­ración –el también conocido como ejército rojo– exhibió una buena parte de sus arse­nales más notables. Más temi­bles. Más letales. Hubo aplau­sos y vítores.

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“Camaradas y amigos, nos reunimos para conmemorar el 80.º aniversario de la victo­ria de China”, expresó el señor Xi que, con esa breve frase, produjo sentido inequívoco para que no quedaran dudas de que esa demostración de patriotismo, ante tan rele­vantes invitados (¿y aliados?), era para celebrar la derrota de Japón que, desde el 13 de diciembre de 1937, masa­cró a la población de Nan­jing que, desde entonces, se la suele mencionar como la “ciudad violada”. No menos de 300.000 personas fueron asesinadas.

Con las Puertas del Cielo abier­tas de par en par, el presidente del gigante asiático fue claro y contundente con su pueblo y el mundo. “La nación china es una gran nación que no teme a ninguna tiranía y se man­tiene firme sobre sus propios pies”. El líder asiático celebró la paz del 2 de setiembre de 1945 mostrándose armado hasta los dientes. No fue una sorpresa. De ninguna manera.

CHARLA

Los más importantes analis­tas lo adelantaron desde varios días antes. Sin embargo, un micrófono abierto hizo pública una conversación coloquial entre dos viejos conocidos. Al parecer, mientras caminaban, Xi le dijo a Putin que “la gente (en el pasado) rara vez vivía más de 70 años, pero hoy en día, a los 70, sigues siendo un niño”. Música celestial para cualquier hedonista.

Fue mucho más allá que el doctor Diego Bernardini, impulsor de “la nueva lon­gevidad” en la aldea global. “La biotecnología está avanzando”, dice (se autocon­vence) el presidente ruso, quien en tono premonitorio agregó que “habrá constan­tes trasplantes de órganos humanos, y puede que incluso la gente rejuvenezca a medida que envejece, llegando incluso a alcanzar la inmortalidad”.

El líder chino también aportó lo suyo. “Podría ser que en este siglo los humanos fue­ran capaces de vivir hasta los 150 años”. El pueblo y gobierno chinos los escucharon. El mundo, también. La charla sacudió las cabeceras infor­mativas. Los llamados medios tradicionales al igual que las redes y las publicaciones en línea priorizaron los decires de mis poderosísimos contem­poráneos que, como cualquier persona de nuestra edad, evi­dencian alguna preocupación para dilucidar el siempre poco tiempo que nos queda.

FINITUD

¿Inevitable y bastante común? Puede ser. Las evocaciones suelen disparar reflexiones. Inevitable. La finitud, como certeza, no es inocua. El señor Putin, antes de dejar Moscú, muy probablemente haya visto una vez más la tumba donde descansa embalsamado el cuerpo de Lenin, su tocayo Vladimir Illich Uliánov (1870- 1924), desde el 10 de noviembre de 1930, en la plaza Roja de Moscú.

Junto a Xi, unas pocas horas después transitaron junto al mausoleo del también embal­samado Mao Zedong, en el centro de la plaza de Tiananmen, desde el 24 de noviem­bre de 1977. Pesa. Mañana, en ciertos momentos, puede ser mirar atrás. Permanecer, quedarse, trascender, incidir, decidir, ordenar, no son verbos de cuyos efectos sepan todos y todas.

¿De qué hablan estos tipos?, pregunté informalmente a un grupo de colegas perio­distas mientras comentába­mos los hechos más salien­tes de los fastos en China. “Son charlas irrelevantes entre líderes envejecidos, Lao Li”, respondió –justa­mente– un experimentado colega. Reímos. Así me lla­man en China, “veterano, viejo”. Brindo por ello.

Un puñado de días antes – unos 11.200 kilómetros al este de la capital china– en Was­hington, el presidente Donald Trump (79), tal vez desde el Salón Oval (no pierdo de vista que desde mucho antes de que se generalizara el concepto de home office, los manda­tarios norteamericanos tra­bajan desde su Casa Blanca), se comunicó con el programa “Fox & friends” para hacer público un deseo irrefrena­ble que, al parecer, emergió a las 8 AM hora del este.

¿PACIFICADOR SERIAL?

“Quiero intentar llegar al cielo, si es posible (…) he oído que no me va bien. (Que) Estoy realmente en lo más bajo de la jerarquía. Pero si puedo llegar al cielo, esta será una de las razones”. ¿Cuáles son esas razones? “He resuelto siete guerras”, contabiliza y sostiene el atribulado jefe de Estado.

¿Pacificador serial? Quizás. Tal vez. ¿Por qué no? Xi, Putin y Donald –insisto, mis contemporáneos dado que tengo 74– con sus comenta­rios tan coloquiales como realistas parecen preocupa­dos y, en cada caso, en línea con las que se suponen son sus creencias, se esperanzan con la inmortalidad terrenal o la celestial.

¿Será así? “Algunas expresio­nes se ponen de moda. Son y marcan tendencia, aunque en verdad son solo parte de lo mismo”, dijeron casi en el mismo momento Diéliá y Iuesí. Longevidad es una de ellas. Algunos recuerdos – palabras, expresiones– son recurrentes.

Nos conocimos en 2018, cuando regresaba desde Bei­jing, China, en el aeropuerto de Fráncfort, Alemania, muy cerca del río Meno. De hablar pausado en español neutro, el triálogo se extendió por poco más de una decena de horas. Las escalas para conectar con aviones que vuelen hasta el Río de la Plata, en el sur del sur, suelen ser prolongadas.

UTOPÍA

Con la ayuda del tiempo que pasa supe entonces que son navegantes sudafricanos que, nacidos y criados en Ciudad del Cabo –donde todavía habi­tan– se expresan en afrikáans, una lengua muy particular que deviene del neerlandés, lengua que hablaban los bóe­res (granjeros holandeses) colonialistas cuando en 1602 la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales se ins­talaron en el Cabo de Buena Esperanza para comerciar especias.

A poco de compartir una mesa fijaron posiciones. “No somos segregacionistas”, dijeron. “Repudiamos la discrimina­ción y los discursos de odio”, agregaron. Desde entonces, sostenemos el contacto con los recursos que nos ofrece el ecosistema digital. Por ello, sé que por estos días se lanzaban nuevamente al tan extendido Atlántico Sur.

Sin conocer en detalle hacia dónde los llevarán los vientos, en esta tan fría medianoche en Mar del Plata –unos 1.250 kilómetros al sur de mi que­rida Asunción– vaya a saber por qué razón, pienso que estarán con el rumbo puesto hacia la isla de Tristán da Cunha. “La más remota y habitada del mundo”, como se la suele mencionar.

Sé que desde siempre los atrae esa localización, pero –hasta nuestra última videolla­mada– nunca pudieron llegar. Lo intentaron cuatro veces. “La meteorología es compleja y con frecuencia la niebla la cubre y te impide acercarte”, explica Iuesí.

Unos 2.800 kilómetros (casi 1.512 millas náuticas) hay entre Ciudad del Cabo y el puerto de Edimburgo de los Siete Mares, la capital isleña. Allí viven unos 250 residen­tes permanentes asentados en un territorio que mayoritaria­mente lo ocupa el volcán 1961, que está activo.

Puerto de Edimburgo de los Siete Mares en la isla Tristan da Cunha. La más remota y habitada del mundo

Su última erupción, justa­mente, se verifica en el año con el que se lo menciona. En la cima, hasta los bordes del cráter, la nieve eterna aporta belleza visual y agua potable durante todo el año. Si con­siguen atracar allí y desem­barcar después de tantos intentos, sabrán que –como debiera ser donde fuere– allí hay un bar para que puedan celebrar que alcanzaron con éxito aquel deseo para con­tinuar luego navegando sus destinos.

¿Habrán llegado a buen puerto? Sé que en algún momento lo sabré. ¿Y si no llegaran nunca?, les pregunté en Fráncfort. “Hay un tiempo para avanzar hacia los sue­ños. También hay uno para retirarse, para buscar un mejor momento. Estamos seguros de que hay además un tiempo para aferrarse a los deseos... a las ilusiones y uno, finalmente, para soltar y dejarlos ir cuando intuimos que Utopos, la isla que ima­ginó Tomás Moro, tal vez, no exista”, respondió pausada­mente Diéliá.

VUELTAS EXTRAÑAS

“La vida da vueltas extrañas, pero después, al final, todo cie­rra”, completó Iuesí. Queda­mos en silencio. Una buena parte de las casi catorce horas de vuelo hasta llegar a Buenos Aires esas palabras resonaban en mis oídos. Quedaron en mí y solo me abandonan temporalmente. Esta noche vuelven. Se hacen fuertes. Persistentes. Palabras lanzadas al viento desde Washington y Beijing las activaron.

Puntos de inflexión. Tal vez. Para ellos y… para mí, por cierto. La vida y el poder –como ejercicio y práctica– los tienen. En todo momento. No es una cuestión de edades. Son situaciones de transfor­mación. Culminación y decli­nación en nada se parecen a las paralelas que solo se cruzan en el infinito. No. Culminación y declinación convergen y suce­den. “La vida no tiene sentido, hay que dárselo”, dicen que dijo Charles Chaplin, aunque también esa frase se la asignan a otros dicentes venerables. ¿Tiene importancia, acaso, quién o quiénes dicen verda­des? Tal vez. Especialmente para quienes puedan olvidar­las o, más grave aún, para quie­nes desistan de aplicarlas.

GERONTOCRACIAS

Hubo tiempos en los que las negatividades se construían y colocaban en las gerontocra­cias. Llamativo. Solo algunos viejos temen de la vejez porque no todas las vejeces son igua­les. Ni siquiera parecidas. Xi, Putin, Trump sienten lo que sintieron, pensaron lo que pensaron y dijeron lo que dije­ron. ¿Viejos envejecidos como, irónicamente, los categorizó un viejo periodista durante un happy hour? No lo sé.

“Pues bien, cuando lo medito en mi interior, encuentro cua­tro motivos por los que la vejez puede parecer miserable. La primera, porque aparta de las actividades; la segunda, porque debilita el cuerpo; la tercera, porque priva de casi todos los placeres; la cuarta, porque no está lejos de la muerte”, escribió Marco Tulio Cicerón (106aNE - 43aNE) en “Senectute”, una de sus obras más recordadas.

“La vejez puede parecer miserable (...) porque aparta de las actividades (...) porque debilita el cuerpo (...) porque no está lejos de la muerte”, escribe Marco Tulio Cierón en “De senectute”

Hay quienes estiman que ese texto lo produjo cuando tenía un poco más de 60. ¡Joder! “Envejecer no es una cosa de viejos ni de viejas”, sostiene mi amigo-hermano Adolfo Pérez Esquivel (94), premio Nobel de la Paz 1980. “Es cosa de vivos que, inevitablemente, viven hasta que mueren luego de vivir ese día como el primero y el último”, remata.

“Todo pasa y todo queda / Pero lo nuestro es pasar / Pasar haciendo caminos / Cami­nos sobre la mar / Nunca per­seguí la gloria / Ni dejar en la memoria / De los hombres, mi canción”, canta desde 1969 – cuando tenía 26– el honora­bilísimo Nano (82), que puso música a los versos de don Antonio Machado (1875- 1939).

Sospecho –con dolor y tris­teza por ellos y nosotros– que Vladimir, Jinping y Donald nunca supieron ni saben de Joan Manuel, de Antonio… ni de Cicerón. ¿Vidas paralelas?.

“Todo pasa y todo queda / pero lo nuestro es pasar...”, escribió Machado para que lo cante Serrat desde 1969...

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