• Gonzalo Cáceres
  • Fotos: Gentileza

Episodios de feroz resistencia indígena y condenables estrategias de sometimiento produjeron una serie de sangrientos conflictos prolongados a través de generaciones. Desarrolladas entre 1616 y 1790, las denominadas guerras de fuego y sangre son de los procesos más extensos y menos estudiados en toda América del Sur. No se trató de una guerra convencional (frentes definidos, bandos declarados y batallas puntuales), sino de sucesivas campañas que percutieron el Paraguay colonial por más de un siglo y medio. Esta dinámica de desgaste no solo evidencia la dificultad de los colonos para “pacificar” las fronteras, sino también el costo humano que debieron pagar los pueblos nativos.

El inicio formal de las guerras de fuego y sangre se sitúa en 1616, bajo el gobierno de Hernando Arias de Saavedra, quien dio luz verde a las primeras incursiones militares con el objetivo de someter a los indígenas en abierta rebeldía, iniciativa rápidamente emulada por Diego de Góngora, su sucesor al frente de la Gobernación del Río de la Plata (primero en el cargo tras la división de la administración).

La orden real fue clara: se podía emplear fuego y sangre para doblegar a quienes resistieran la evangelización o ataquen a los españoles. En la práctica, la fórmula se convirtió en una excusa legalizada para arrasar aldeas, incendiar sembradíos, matar hombres y secuestrar mujeres y niños.

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Lo sorprendente no es el inicio, sino la duración. Hasta 1790, durante más de 170 años, los sucesivos gobernadores organizaron milicias; es decir, cuatro generaciones de colonos paraguayos conocieron y/o participaron en ellas como parte de la vida cotidiana de la frontera.

Tan largo conflicto refleja dos realidades: por un lado, la tenaz resistencia nativa, que nunca fue doblegada por completo; por otro, la necesidad crónica de mano de obra de la sociedad colonial, que encontraba en estos choques una fuente constante de fuerza de trabajo.

Así, la guerra se convirtió en una institución. Se trataba de empresas que podían durar semanas o meses y cuyos resultados se medían a través del número de cautivos más que en conquistas territoriales. No había un desenlace esperado, sino un sinfín de ofensivas que alimentaban el sistema colonial.

Grabado del soldado y explorador alemán Ulrico Schmidl que grafica la tenaz resistencia de los indígenas contra el dominio colonial

IMPACTO DEMOGRÁFICO

Si hay un punto central para entender estas guerras, es su efecto devastador sobre las poblaciones indígenas. Los pueblos que habitaban las fronteras del Paraguay (payaguás, mbayás, guaycurúes, kainguas, chamacocos, etc.) fueron los principales blancos.

Los ataques solían arrancar con incendios y matanzas (la táctica del terror buscaba quebrar todo intento de resistencia). Seguidamente, los sobrevivientes eran capturados y distribuidos como sirvientes en Asunción, en las estancias del interior o en los obrajes.

Los hombres jóvenes eran destinados a las tareas rurales, mientras que mujeres y niños eran reubicados como servidumbre doméstica.

Las continuas incursiones forzaron a muchos pueblos a abandonar sus territorios ancestrales. Por ejemplo, los mbayás se internaron en zonas más seguras del Chaco. Otro caso paradigmático es el de los payaguás, quienes a inicios del siglo XVII eran una nación poderosa de navegantes del río Paraguay, pero hacia fines del XVIII su número era ya reducido, fragmentado y en retroceso.

El sistema dependía de la apropiación de la fuerza de trabajo indígena y las razias funcionaron como una máquina de generar cautivos. La erosión demográfica y cultural no fue un accidente.

RESISTENCIA

Estas campañas que duraron más de 170 años tuvieron como correlato una resistencia constante con la misma violencia extrema que la de sus agresores.

Los payaguás ejercieron un férreo dominio de los ríos, emboscando embarcaciones y cobrando un precio alto en vidas a los colonos. Por su lado, los mbayás, reconvertidos en hábiles jinetes, realizaron ataques relámpago contra estancias y caravanas, obligando a los colonos a mantener guarniciones permanentes. En algunos lugares, los indígenas capturados lograban escapar y reorganizarse, volviendo a atacar años después.

No se trataba de gente fácil de sojuzgar: eran pueblos móviles, conocedores de su entorno, que usaban la selva, los ríos y la llanura como aliados.

En 1790, el gobernador Joaquín de Alós decretó el cese oficial de estas incursiones. La decisión no respondió a un reconocimiento de los abusos cometidos, sino al cambio en la política colonial: la población indígena susceptible de ser esclavizada estaba ya diezmada y la economía viró hacia la producción de yerba mate y ganado. La práctica de capturar, deshumanizar y explotar nativos no desapareció de inmediato, pero sí se puso fin a las campañas organizadas y legitimadas oficialmente.

BALANCE

Las guerras de fuego y sangre son un recordatorio incómodo del lado más oscuro de nuestra historia. Su prolongación muestra que no fue un hecho excepcional, sino toda una estructura concebida para la producción de esclavos. A través de ellas, se dio pie a un modelo económico basado en la destrucción de pueblos enteros.

Muchos grupos quedaron reducidos a fragmentos marginales, otros desaparecieron del registro histórico. Los que sobrevivieron lo hicieron transformados, obligados a adaptarse a un entorno hostil que les negaba sus territorios ancestrales y hasta su identidad.

Hoy, mirando para atrás, se puede afirmar que estas guerras no solo fueron un instrumento militar, sino también un mecanismo de control demográfico. Con estas campañas el sistema colonial se proveyó de fuerza de trabajo y, al mismo tiempo, se vaciaron de habitantes vastos territorios que pasaron a estar bajo dominio de la élite criolla que respondía a la metrópoli.

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