• Ricardo Rivas
  • Periodista
  • X: @RtrivasRivas

La muerte es parte de la realidad real. La inmortalidad digital es una alternativa posible de la realidad virtual. El “no te mueras nunca” es solo un deseo imposible que contiene tan válidas como respetuosas pretensiones afectivas.

“Sin duda la muerte ha inquietado al hombre de todas las épo­cas. Hoy en día tiende a verse como un dato obje­tivo, estanco e indiscutible, y como un hecho biológico e individual, (aunque) esta concepción sin duda está fuertemente vinculada con la medicalización y cientifi­zación de la vida –de la salud y la enfermedad– y por ende de la muerte”, escribió muchos años atrás Marisel Hartfiel, catedrática argentina.

Desde esa perspectiva, agregó que “sin embargo, la representación y las acti­tudes del hombre ante la muerte –costumbres, mitos, creencias, ritos– han sido muy diferentes en distintas épocas y en distintas socie­dades (porque) la muerte es mucho más que una cuestión médico-científica y por todas sus implicancias culturales particulares, debe ser enten­dida como una construcción social e histórica”.

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Después de contextualizar su reflexión, se preguntó y pre­guntó. “¿Cómo ha sido cons­truida la imagen o represen­tación y las actitudes que hoy tenemos frente a la muerte? y ¿bajo qué mecanismo ha sido posible construir esta imagen como natural e inmutable?”.

Para responder se situó en “dos momentos históricos relevantes” como los que a su juicio son “en el siglo XIX (el) momento en que los médi­cos comienzan a diagnosti­car la muerte y, en el siglo XX, con la introducción de la gran tecnología médica; y la puesta en funcionamiento de las unidades de cuidados intensivos (UTI)”.

Hartfield, especializada en salud, sostiene entonces que “esas rupturas instauran una nueva forma de ver y hablar, una nueva concepción, una nueva mirada sobre la cues­tión de la muerte”. Y vuelve con los interrogantes que se hace y nos hace. “¿Cómo se vive la muerte de otros ? ¿Qué imagino de mi pro­pia muerte? ¿Qué ritos, qué costumbres, qué gestos, qué palabras, que actitudes espe­rables se construyen?”.

MIEDO

Dice Antonio Porchia (1886- 1968) que “casi siempre es el miedo de ser nosotros lo que nos lleva delante del espejo”. Así se expresa en “Voces”, su único libro, que contiene una colección de aforismos.

Desde que tuvo 15 años vivió en la Argentina junto con su madre y hermanos. Su padre falleció antes que migra­ran desde su Italiana tal hacia el sur del sur . Supe de él y de su obra cuando en el cuarto año de colegio secundario en el Instituto San Román, en el Bajo Belgrano, mi pueblo natal en Buenos Aires, unos 1.250 kiló­metros al sur de mi que­rida Asunción, la querida profe de Literatura, Antonia Caputo, nos recomendó leerlo.

Un texto sorprendente que aún me sorprende. Con tapa y contratapa blancas, solo la palabra “Voces”, impresa en negro, era la imagen de la por­tada. Muchos meses lo tuve conmigo. Lo llevaba a todas partes. Con frecuencia con­sulté y consulto sus aforis­mos. Casi nunca sus palabras producen en mí el mismo sen­tido. De allí que descubro a Porchia una y otra vez. Tengo la certeza de que nunca es el mismo y siempre lo es.

“Mis muertos siguen sufriendo el dolor de la vida en mí”. La muerte atrae. Con­vive. Está siempre. Habita entre los vivos. Los sobre­vuela. Y se impone como destino inevitable. Por ello también preocupa y... ocupa.

“Ay... / si un día para mi mal / viene a buscarme la parca. / Empujad al mar mi barca / con un levante otoñal / y dejad que el temporal / desguace sus alas blancas. / Y a mí enterradme sin duelo / entre la playa y el cielo... / En la ladera de un monte, / más alto que el horizonte. / Quiero tener buena vista. / Mi cuerpo será camino, / le daré verde a los pinos / y amarillo a la genista...”, demanda el Nano (Serrat), desde 1971, cuando tenía 28.

HONORES

La muerte, claramente, no es tema de edades. Gambetearla no es una opción posible. Ni don Alfredo di Stéfano (1926- 2014) pudo hacerlo. Un 7 de julio la Saeta Rubia entró al área con el balón dominado, pero no pudo con ella. Lo durmió en el Santiago Berna­béu. La hinchada enmudeció. Algunos estallaron en llan­tos. También el Camp Nou calló respetuosamente, en Barcelona.

Casualmente en Madrid cuando aquella jornada, le rendí honores cuando des­filé junto con miles ante su féretro. También en el 12 de la Calle de Tehuán. Allí mismo, en Casa Labra, muy cerca de la Puerta del Sol, levanta­mos una copa en su honor, cuando caía la tarde de aquel día. Resistir no tiene sentido.

Worldometers.info –en las primeras horas del viernes 22 de agosto– reporta que en este año con la Parca ya deja­ron la aldea global poco más de 39,9 millones de vivos y vivas. “Ni el sol ni la muerte pue­den mirarse fijamente, dijo François de La Rochefoucauld en el siglo XVII”, dijo alguna vez Fernando de Savater.

La muerte atraviesa cultu­ras, religiones y creencias. Aunque sin acordar públi­camente en hacerlo, nutri­das multitudes procuran ignorarla, negarla o.… como si fuera posible, olvidarla. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo des­conocerla u olvidarla cuando sabemos que está allí, a la vuelta de la esquina?

CAMINO

Construir la inmortalidad – como idea, dogma o práctica– es un camino para muchos y muchas que, con múltiples rituales, intentan quitar a la muerte de la cotidiani­dad hasta que la evidencia empuja y llega el momento de admitir que no se puede con ella. En esos intentos, hasta los más recientes desarrollos tecnológicos son herramien­tas aptas para lo que aparece como imposible o... como un deseo que, tal vez, atraviesa la historia de la humanidad.

Berretines, inseguridades, cobardías, incertidumbres. “Debemos tener una vida sana con la muerte”, sostiene la filósofa Raquel Fernández Formoso, de la Universidad Nacional de Educación a Dis­tancia (UNED) de España, al colega Sergio Fanjul de dia­rio El País.

“¿Qué perdemos, realmente, cuando perdemos un familiar?”, interroga Raquel Fernández Formoso

“Hay que asignar valores adecuados a las cosas, lo que es efímero, lo que es perma­nente”, recomienda. Desde su perspectiva, esa actitud permitirá “entender que mi vida forma parte de esta danza que terminará”, que tendrá un final “que no tengo que verlo (como) una caren­cia o un error de diseño bio­lógico a corregir”.

Siento que, quizás, nos exhorte a vivir también la muerte. ¿Será así? Suena razonable, ante la inevitabi­lidad. “Todo concluye al fin nada puede escapar / Todo tiene un final, todo termina / Tengo que comprender no es eterna la vida...”, sostiene Ricardo Soule a través de Voz Dei desde 1972.

¿Qué es lo que no se entiende? ¿Qué impide compren­der algo tan simple? Tan común como esperable. Hasta el mismí­simo Sol –esa estrella increí­ble– habrá de morir. Coinci­den los astro­físicos que se apagará dentro de 4.000 millones de años. También predicen que en la Tierra será difícil la supervivencia mucho antes.

CERTEZA

Y, ante la vista de quien quiera mirar con los ojos bien abier­tos, tener la certeza de que nada de aquel fin probable para la ciencia podrá evitarse, si nos atenemos a los senderos por los que nos conducen los líderes y lideresas por estos tiempos que nunca antes en las últimas ocho décadas se acerca tanto al precipicio y baila una especie de danza macabra en el borde.

¡Joder! Es preciso pensarlo, proyectarlo, decirlo e inter­nalizarlo. No es drama ni es tragedia. “Hay que apren­der a vivir y a morir”, sos­tiene Ana Carrasco Conde (45), premio de ensayo Eugenio Trías en noviembre de 2023. Entrevistada por Joseba Elola para dia­rio El País, añade reflexiva­mente (tal vez esperanzada) que “una vez que aceptamos que vamos a morir, tenemos que hacer una apuesta por vivir una vida que merezca la pena ser vivida (...) hay que aprender a vivir con intensi­dad cada momento”.

“Hay que aprender a vivir y a morir”, sostiene Ana Carrasco Conde

Adhiero. Hartfield, Porchia, Serrat, Soule, Fernández Formoso.... todos y todas en algún momento piensan (y pienso) la muerte. Aunque, tal vez, la nueva longevidad – como da en llamar Diego Ber­nardini a la prolongación de la vida activa– hace que ya no sea tan común a cuarentonas y cuarentones haber vivido alguna experiencia familiar o personal que las y los acerque a la experiencia de la muerte a través de múltiples ausen­cias y de la elaboración de los duelos por aquellas y aque­llos que partieron.

No. Porque ese momento tan sustancial como inevita­ble para los vivos y las vivas también por estos tiempos está atravesado por los desarrollos tecnológicos que, desde alguna forma y lugar, potencian mitos y prácticas sociales. Palabras poco exten­didas en su uso y aplicación comienzan a ganar espacio y a ser parte del vocabulario coti­diano en algunas sociedades.

MITO

Criogenización es una de ellas. Aunque debo ser pre­ciso, desde el 15 de diciem­bre de 1966, cuando falleció Walt Disney –el creador de Donald y Mickey, entre tan­tos comics– el que supongo debe ser un mito urbano plani­ficado y gestionado como tal, asegura que su cuerpo fue con­gelado a muy baja tempera­tura para “resucitarlo” cuando la ciencia médica lo posibilite.

Huelga decir que todavía no ha sucedido. Pero, más acá de aquello, tan perdido en el tiempo para casi todos y todas, la idea de descargar los contenidos de la mente humana en algún dis­positivo de memo­ria externa o en la mismísima compu comienza a ganar terreno.

“ Mind uploading ”, ¿viste? Tam­bién guar­dar con esos formatos fotos y videos de papá, mamá, hijos, hijas, amigos, amigas, novios, novias, amantes... ¡Todo! La holografía, sumada a la IA (inteligencia artificial), abren las compuertas de la creatividad para crear ilusio­nes y monetizarlas. El único límite es la ética. De la cons­trucción social de la muerte que didácticamente propo­nía Hartfield a la coconstruc­ción de avatares simbólicos para poner fin a la muerte tal y como la conocemos hasta hoy para ponerla a la venta como más vida y eternidad.

Me suena a bulo, a venta de baratijas, a desmesuras, a ilusiones de pacotilla. “Qué poco rato dura la vida eterna / Por el túnel de tus piernas / Entre Córdoba y Maipú…”, canta Joaquín. Me quedo con él. “La imaginación al poder”, como en el Mayo Francés del 68 que no pude ni quise, ni puedo ni quiero siquiera dejar atrás. No me parece aquello –lo nuevo y reciente, mercado en cier­nes– una forma atractiva de existir o de no existir.

Se le puede exigir más a la existencia y, por qué no, hasta a la inexistencia. Siento que la vida ya está demasiado comprometida con la tec­nología como para dar un paso más hacia el transhu­manismo, esa movida cul­tural e intelectual trans­nacional que apunta a una transformación de la condi­ción humana a partir de las prácticas sociales resul­tantes de la interacción entre la humanidad y la tecnología.

POSANTROPOCEN­TRISMO

Nada nuevo, tampoco. “Poshumanas”, “trans­humanas”, “posantropocentrismo”. Fereidoun M. Esfandiary (1930- 2000), creyente, tal vez defraudado prematura­mente al fin por la reali­dad, en la longevidad inde­finida, transitó e indagó en aquellas bús­quedas. Era el año de 1960. Sesenta años des­pués , no son pocas ni pocos quienes van más allá para vender la ilu­sión del para siempre y sin que sea necesaria la resu­rrección.

“¡Papucho no murió... Papucho no murió / No murióoooo…!”, vocean las hinchadas de los negacionis­tas de la muerte sustentadas en nubes colmadas de Yot­tabyte (YB). ¿No murió? La reflexión –cercana a la pesa­dilla– me deja sin aliento en esta fría noche de viernes sin amigos ni amigas junto con­migo en torno de los leños que crepitan. Afuera, en la intem­perie, apenas 4 grados y ven­toso. Se recomienda el “qué­dese aquí, junto al fuego”.

Releo El País. Busco una vez más la palabra escrita con las respuestas de Raquel Fer­nández Formoso. “Qué per­demos, realmente, cuando perdemos un familiar (o a quien fuere)? No pier­des una fotografía, ni un cuerpo”. Luego sobrevuela el duelo para explicar que en ese tiempo “tenemos que comprender qué es eso que hemos perdido”.

Abrumadora y contundente reflexión. Con una muerte “no has perdido informa­ción, como se dice desde la inmortalidad digital”. Didácticamente, la catedrática explica: “Un (eventual) chat de inteligencia artificial (con quien sea que haya muerto) no puede sustituir a alguien que se ha ido”.

INMORTALIDAD DIGITAL

Para que quede caro. La muerte es parte de la reali­dad real. La inmortalidad digi­tal es una alternativa posible de la realidad virtual. El “no te mueras nunca” es solo un deseo imposible que con­tiene tan válidas como respe­tuosas pretensiones afectivas. El miedo a la muerte, senti­miento humano y comprensi­ble, es también una de las fases de los temores que genera la incertidumbre de vivir.

La muerte, como una de las dimensiones de la vida, “es el acontecimiento esencial en la aventura humana”, sostiene Martín Heidegger quien, desde su perspectiva existencialista, también la considera como “un miste­rio (y) el momento de decir adiós a todo, (porque) es el viaje de irás y no volverás”.

Platón –a quien no son pocas ni pocos los que lo categori­zan como reverencial discí­pulo de Sócrates– dicen que tenía la convicción de que morir era abrir una puerta hacia “un mundo ideal”. Con esa mirada analítica sostenía que “la filosofía es la manera correcta para practicar para la muerte” porque es imposi­ble evadir ese momento.

Tal vez, sir Arthur Conan Doyle (1859-1930) –el “padre” de Sherlock Hol­mes– y Harry Houdini (1874- 1926), mago e ilusionista, ambos espiritistas practi­cantes, hoy hubieran sido potenciales consumidores de los productos que asegu­ran la inmortalidad digital. ¿Por qué no?.

“A mí enterradme sin duelos / entre la playa y el cielo / en la ladera de un monte...”, canta Serrat en Mediterráneo

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