La información proporcionada por un estudio social sobre la forma de influencia del EPP en la región, con un nivel bastante bajo de inversión, a los habitantes de la región, no es nueva ni sorprendente; desde el comienzo se supo que el grupo criminal se manejó con el soborno, típico de los grupos paramilitares, de extrema derecha o de extrema izquierda, narcos, mafiosos, mariguaneros, contrabandistas, rollotraficantes… etcétera.
La fórmula es tan antigua como las mafias: plata o plomo y no queda mucha opción para el ciudadano de a pie, trabajador, paupérrimo, pobre o marginal, en una zona aún desprotegida, pese a la presencia de la Fuerza de Tarea Conjunta.
El aparato oficial se mueve con extrema cautela, bajo la mirada censora de la sociedad; el aparato parapolicial se mueve a su antojo, con los partidos políticos, preocupados más por el electorado, con los organismos de derechos humanos que condenan los abusos de las fuerzas oficiales, pero que son sumamente complacientes con los abusos de los criminales, hasta el punto que tal vez hasta condenen el calificativo periodístico de criminales, amparados en el de “combatientes”, como ya han tanteado algunos abogados de derechos humanos a favor de los unos pero no de los otros, olvidando tal vez a los macheteros de Santaní y otro grupos de “combatientes estronistas hasta las últimas consecuencias”.
La fórmula plata o plomo es tan antigua como las mafias, del carácter que sean. Es la fórmula adecuada para mantener un control regional, con un mínimo de inversión y un máximo de terror.
En esta coyuntura es muy difícil para la población tener opciones, en un amplio territorio, fácil de espiar y de controlar por los clandestinos y muy difícil de custodiar por las fuerzas oficiales; es demasiado fácil para los terroristas tomar medidas drásticas de ejecución de “injusticia”, y muy difícil para las fuerzas oficiales de tomar medidas drásticas de justicia, que no sean reprochadas de inmediato por los políticos, votoadictos defensores de los derechos humanos y de la civilidad, siempre y cuando representen votos posibles a favor en las próximas elecciones.
Es incuestionable que se exija a las fuerzas oficiales que tengan normas estrictas de respeto a los derechos ciudadanos, como corresponde a un estado de derecho; es imposible, al parecer, exigir a las fuerzas paramilitares que respeten los derechos humanos y las garantías constitucionales. Es decir, que tengan deberes además de derechos.
Así es que nos enteramos que los paramilitares pueden ofrecer la opción de vida, con el pago de una beca para estudiar en la universidad para los ciudadanos desamparados, o un sueldito, como elección ante un balazo, mientras que las fuerzas oficiales tienen que mantener la compostura que corresponde al respeto a la ley y a las buenas costumbres, aunque les cueste.
La paradoja colombiana de la paz que parece indiscutible para llegar a una pacificación y al desarme de una población armada y entrenada para ejercer la justicia por metralleta propia, deja un tema boyando en el debate, pese a que Colombia es un país que viene de una larga guerra civil anterior incluso a las fuerzas “paramilitares”, de uno y otro bando; que los criminales no paguen sus crímenes, que los criminalizados no tengan justicia. Pero, sobre todo, un interrogante: ¿se crea una jurisprudencia o tal vez deberíamos decir una jurisimprudencia criminal?
El hecho concreto es que, en estas circunstancias, es muy difícil que se mantenga un equilibrio político y jurídico en la zona de conflicto, salvo este status quo que venimos viviendo con cierto cinismo de la sociedad, mientras la “plaga” no nos llegue a nuestro vecindario.
Es un problema del Gobierno, de los tres poderes del Estado, de los partidos, de las organizaciones sociales… un problema nacional.
Estamos a tiempo de plantarlo como sociedad, desde todos los sectores. O podemos seguir dilatándolo, mientras no nos toque tan de cerca. Mientras no lo planeemos entre todos y a fondo, la moneda de cambio seguirá siendo plata o plomo.
Un terrorífico “mercado” laboral.

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