El deporte fue concebido para ser un espejo donde se refleje lo mejor de la condición humana: disciplina, esfuerzo y respeto entre rivales. Lo que vimos en la Vuelta a España fue otra cosa: una imagen de intolerancia que, lejos de construir una protesta legítima, la desnaturalizó y la convirtió en violencia.

Grupos que se escudaron en la defensa de la causa palestina cruzaron la línea del reclamo y atacaron a ciclistas del equipo Israel-Premier Tech; la agresión no solo afectó a esos corredores, sino a otros deportistas, a la logística de la prueba y, peor aún, a la marca-país de España. Un evento que debería haber sido celebración del talento quedó ensombrecido por hostigamiento y alarma social.

Lo alarmante no es solo la violencia callejera: es la legitimación desde ámbitos de poder. Que figuras como Irene Montero e Ione Belarra –con pasado en responsabilidades de gobierno y peso político público– hayan mostrado una actitud comprensiva ante quienes participaban violentamente en la protesta es una señal preocupante.

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Cuando quien fue responsable institucional coloca matices antes que condenas frente a episodios que ponen en riesgo la seguridad, el mensaje que llega a la ciudadanía es confuso y peligroso. La política, precisamente por su alcance, debe desactivar la fricción, el enfrentamiento violento y la agresión, no alimentarla.Defender una causa es legítimo; transformar esa defensa en agresión no lo es.

El fanatismo, cuando se camufla de militancia, atropella derechos: el derecho a competir, a organizar y a presenciar un evento en paz. Y, peor, perjudica a la misma causa que se pretende promover.

La indignación pierde credibilidad cuando se expresa a punta de empujones, insultos y acciones que vulneran la integridad física de otros.España necesita un debate serio sobre el papel de la protesta en espacios públicos y el límite entre reivindicación y violencia.

Necesita también responsabilidad por parte de quienes tienen altavoz político: el silencio o la ambigüedad frente a actos violentos es, en la práctica, un permiso social para su repetición.

El Estado y los partidos deben marcar con claridad los límites del pluralismo democrático: expresarse es un derecho; agredir, no.

La Vuelta es solo un episodio concreto, pero deja lecciones generales: la instrumentalización del deporte para gestos radicales desvirtúa la política; la tolerancia hacia la violencia socava la convivencia; y la complicidad desde la política desarma la credibilidad de las instituciones.

Como periodista, no busco silenciar críticas legítimas ni minimizar tragedias reales que motivan la protesta. Pero sí insisto en esto: la causa que adolece de ética táctica y recurre a la agresión pierde, además de razón moral, la capacidad de convencer al resto de la sociedad.

España se merece propuestas públicas que busquen la paz y la justicia sin recurrir a la brutalidad ni a la teatralización del odio. Y, sobre todo, merece autoridades que condenen rotundamente la violencia, sea cual fuere su justificación. Lo peor de todo esto es que, Europa en general, se está contagiando del mismo mal.

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