• Por Moisés Acosta

Hay días que te marcan de una manera diferente. No porque pasen cosas extraor­dinarias, sino porque lo ordinario se convierte en un espacio de aprendizaje com­partido. Eso me pasó con este proyecto, en el que tuvimos la oportunidad de acercar­nos a las escuelas, con el pro­yecto Leamos, de la Funda­ción Itaú.

Una de las actividades que más me marcó fue cuando algunos niños se vendaron los ojos y ataron sus manos. Debían guiarse tomados de la mano. Cada tropiezo se trans­formaba en risas y apoyo mutuo. Era emocionante ver cómo aquellos compañeros que siempre habían compar­tido juegos, ahora descubrían lo que significa depender del otro, confiar, ser paciente. Y lo más fuerte era ver cómo, al mismo tiempo, disfrutaban. Sin lástima, solo con empatía y diversión.

Hubo momentos de pregun­tas de algunos niños: ¿qué es una discapacidad?, ¿qué se siente no ver o no escu­char? Ellos no buscan expli­caciones complicadas, bus­can ejemplos, buscan sentir para entender. Ahí reafirmé que la inclusión no es solo un tema “de grandes”: se aprende en un aula, en un patio, en un juego.

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En el cierre, cada niño com­partió en una palabra lo que había sentido: “único”, “igual­dad”, “emoción”, “amistad”. Palabras sencillas, pero car­gadas de verdad. Yo mismo me quedé pensando en la mía, y creo que la palabra sería “esperanza”. Porque si los niños de hoy pueden apren­der a mirar la diferencia como algo natural, entonces tene­mos motivos para creer en un futuro más justo y humano.

Este proyecto me hizo con­firmar que la inclusión no es un sueño lejano, sino una realidad que se construye paso a paso, palabra a pala­bra, juego a juego. Y en esos pequeños pasos, está la ver­dadera belleza de cambiar la manera de ver la diferencia.

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