• Josefina Bauer
  • Socia del Club de Ejecutivos del Paraguay

¿Cuántas veces dejaste de hacer algo porque todavía no estaba perfecto?

Tales como ese proyecto que nunca vio la luz, la presenta­ción que quedó guardada en la computadora, el emprendi­miento al que no te animaste porque “todavía le faltaba”.

“Más vale hecho que per­fecto”. Esta frase tan popu­lar resume una verdad incó­moda: muchas veces dejamos que la búsqueda de perfección nos detenga, cuando lo que realmente necesitamos es animarnos a dar el primer paso.

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La perfección es una meta inalcanzable, un hori­zonte que se mueve cada vez que nos acercamos. Porque cuanto más aprendemos y mejoramos, más se aleja de esa ideal “meta perfecta”.

Es como querer atrapar al horizonte: siempre se ve, pero nunca lo alcanzamos. La exce­lencia, en cambio, es otra cosa. Es la búsqueda constante de superación, la fuerza que nos empuja a querer ser mejores, la que nos impulsa a dar lo mejor de nosotros mismos en cada paso, sabiendo que nunca será impecable, pero sí valioso.

No hablo del aquel “5 Exce­lente Felicitado”, ese que no tenía una sola marca roja en la hoja. Eso se llama perfección.

La excelencia real es la supe­ración continua, pero tam­bién realista. Es un aprendi­zaje permanente, porque cada error nos hace evolucionar como profesionales y como personas. Se la construye con la imperfección como aliada, porque finalmente somos humanos: vulnerables, imper­fectos, pero con una capacidad infinita de aprendizaje.

Y acá aparece la pregunta: ¿qué queremos para nosotros y para los demás? ¿Perfección o excelencia?

Porque no es lo mismo cómo nos exigimos a nosotros mis­mos que cómo exigimos a nuestros equipos. ¿Queremos colaboradores perfectos, inca­paces de equivocarse, o equipos que aprendan, evolucionen y crezcan? ¿Nos aceptamos a nosotros mismos aun cuando cometemos errores? ¿Qué nos decimos a nosotros mismos cuando no somos perfectos?

Miremos lo que pasa en el mundo de los negocios. Hay emprendimientos gastro­nómicos que pasan meses, incluso años, buscando el local ideal, el menú perfecto, la deco­ración soñada. Gastan capital, energía y entusiasmo, pero el momento de abrir las puertas nunca llega porque “todavía falta algo”.

Otros, en cambio, se animan con lo que tienen: pocas mesas, un menú reducido, quizás sin la ambientación soñada. Y aunque al principio no es per­fecto, incluyen a sus clientes y colaboradores en su proceso de aprendizaje.

Esa cafetería que nació pequeña y llena de imperfecciones puede termi­nar convirtiéndose en un refe­rente y no fue la perfección la que la hizo crecer, sino la exce­lencia de animarse, aprender y mejorar día a día. El problema es que solemos ponernos la vara demasiado alta, especial­mente con nosotros mismos.

Esa exigencia excesiva que no tolera el error, que se castiga cuando algo no sale impeca­ble, que nos paraliza de tanto miedo a equivocarnos. Cuando vivimos así, nos volvemos rígi­dos, incapaces de ver el avance. Solo vemos lo que faltó, lo que salió mal, lo que no logramos. Y al mirar siempre lo imperfecto, dejamos de reconocer nuestro progreso y el de los demás.

La excelencia no es nunca fallar. Es caerse, levantarse y volver a intentarlo con lo aprendido.

La vida no nos pide perfección. Nos pide movimiento, apren­dizaje y entrega. La perfec­ción nos separa de los demás porque nos aísla en un ideal imposible. La excelencia nos conecta, porque nos muestra reales, humanos, en movi­miento. Y cuando la elegimos, nos animamos a mostrar quié­nes somos, con aciertos y erro­res, pero siempre con la cer­teza de estar en el camino de ser nuestra mejor versión.

Dejemos la perfección de lado. Atrevámonos a ser excelentes.

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