• Carlos Mercado Rotela
  • Magíster en Psicología Clínica
  • Docente Universitario
  • Vicerrector de la Universidad Nacional del Este

La resiliencia, esa capacidad extraordinaria del ser humano de transformar el dolor en fortaleza y la derrota en aprendizaje, encontró su máxima expresión en el césped del estadio Defensores del Chaco, con la clasificación de Paraguay al mundial.

Durante 16 largos años, la Albirroja cargó con el peso del fracaso, una generación viendo sus sueños mundialistas desvanecerse en la última fecha, en el último minuto.

Pero la resiliencia no se mide por la ausencia de caídas, sino por la capacidad de transformar cada golpe en una lección, cada derrota en combustible para el alma.

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Gustavo Gómez (el capitán), Miguel Almirón, Julio Enciso, Junior Alonso, Tony Sanabria, y otros compañeros, recibieron críticas muy duras que podrían haber afectado su autoestima deportiva.

Desde la perspectiva psicológica, estas experiencias de menosprecio y humillación pública generan lo que los especialistas denominan trauma del rendimiento, una herida invisible que puede destruir o, paradójicamente, fortalecer de manera extraordinaria.

Cada burla, cada crítica destructiva, cada gesto de desprecio se convirtió en una piedra más para construir el muro de la determinación.

La llegada de Gustavo Alfaro no fue solo un cambio técnico-táctico, fue una revolución emocional. El profesor se presenta como un líder transformacional que no solo modifica sistemas de juego, sino que reconstruye identidades fracturadas.

Alfaro entendió que antes de tocar balones, debía sanar corazones. Su trabajo psicológico consistió en devolver a cada jugador la confianza perdida, en convertir las cicatrices del pasado en escudos para el presente.

Implementó lo que se llama reestructuración cognitiva colectiva, cambió la narrativa interna del grupo, transformó el pensamiento del grupo “somos los que siempre fallan” por “somos los que nunca se rinden”.

Los resultados históricos que siguieron no fueron casualidad, sino la manifestación tangible de una revolución psicológica. Cada victoria construía más confianza, cada punto sumado era una confirmación de que el proceso de sanación interior estaba funcionando.

La mente colectiva de la selección paraguaya había aprendido a convertir la adversidad en su mayor fortaleza.

Cuando Paraguay celebra su regreso al escenario mundial, no solo festeja una clasificación deportiva; celebra una lección de vida que trasciende el fútbol.

La resiliencia de la Albirroja nos recuerda que no importa cuántas veces caigas, sino cuántas veces decidas levantarte con más fuerza.

Gómez, Almirón, Enciso, Alonso, Tony y sus compañeros no solo se clasificaron a un mundial, se convirtieron en símbolos vivientes de que el menosprecio puede transformarse en combustible, que la frustración puede convertirse en humildad fortalecedora, Y que 16 años de ausencia pueden dar paso a una presencia más poderosa que nunca.

En el corazón de cada paraguayo, esta clasificación representa algo más profundo que el fútbol: es la prueba fehaciente de que la resiliencia, cuando se abraza con determinación y se nutre con trabajo psicológico, puede mover montañas (lograr objetivos impensados) y clasificar a mundiales.

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