- Por Gabriela Rojas Teasdale
- Socia del Club de Ejecutivos.
Cuando el Titanic zarpó en su primer y último viaje tenía 614 elegantes tumbonas de madera en la cubierta. Cada mañana, la tripulación las desataba y las disponía de forma atractiva para que los pasajeros pudieran descansar y disfrutar. Pero nadie se acordó de las tumbonas cuando el gran transatlántico británico se hundió en el océano. La nave avanzaba a todo vapor a través de peligrosas aguas heladas. No había botes salvavidas suficientes ni se habían hecho simulacros de evacuación, por lo que nadie supo qué hacer cuando estalló el desastre. En el naufragio, ocurrido en 1912, fallecieron 1.517 personas y más allá de las numerosas anécdotas que rodean esta historia, lo que pasó con el Titanic nos deja varias lecciones para reflexionar.
La vida es una consecuencia de cada una de nuestras decisiones. Nuestro destino está labrado por nosotros mismos. Durante las diferentes etapas de nuestra vida debemos elegir, y con cada elección nos abrimos paso hacia lo que buscamos. Es importante elegir bien, pero a la vez estar abiertos al aprendizaje, al crecimiento y al cambio si nos equivocamos. Y es importante entender que las erráticas decisiones siempre tendrán malos resultados. La grandeza, el lujo y la imagen no pueden estar por encima de las normas; no pueden estar por encima de la seguridad y de la vida de cientos de personas.
En países como el nuestro, fácilmente podemos identificar las consecuencias de las malas decisiones si analizamos el alto nivel de corrupción, las carencias de nuestro sistema educativo o la ausencia de una clase política comprometida. También desde un punto de vista familiar, personal o en el ámbito de los negocios, se generan grandes crisis y pérdidas como resultado de decisiones que no fueron pensadas, analizadas o dialogadas. Lo importante en todo esto es buscar siempre la raíz de nuestras decisiones equivocadas para trabajar en una solución que nos lleve nuevamente a alinearnos con lo que realmente somos y lo que estamos buscando: ese propósito que tenemos como parte de un país, de una familia o de una empresa y que va de la mano con nuestros principios. No debemos tomar decisiones apresuradas cuando está en juego lo valioso.
Estamos a pocos días de elegir los candidatos que representarán a las agrupaciones políticas en las elecciones presidenciales de abril. Y no podemos tomar esta contingencia a la ligera porque nuestra responsabilidad es enorme. Tenemos que involucrarnos y saber elegir. Y para ello es importante empezar a preguntarnos ¿quién es mi candidato? ¿Por qué? ¿Cuáles son sus valores y cualidades? ¿Qué ha logrado de bueno que me asegure que hará algo por esta nación? ¿Cómo es su familia? ¿Sus planes y objetivos son claros y válidos? ¿Me representa? ¿Qué formación tiene? ¿Es auténtico? ¿Busca generar cambios? ¿Cuánto ama al país y a su gente?
En su más reciente libro Democracy and Freedom (Democracia y Libertad), la ex secretaria de Estado de Estados Unidos Condoleezza Rice señala que a pesar de sus imperfecciones, la democracia es un anhelo de las naciones porque provee a los seres humanos de la dignidad que se concede cuando aquellos que los gobernarán tienen que pedirles su consentimiento. “Se debe votar no solo por capricho sino con base a la educación de los temas, habiendo escuchado a los candidatos y las diferentes posturas”, dijo.
Salgamos a elegir bien, enfocados en eso bueno que buscamos para el país, y pensando en todos.
Démosle un vistazo a nuestro Titanic y no dejemos que se hunda por enfocarnos en lo menos importante.