Por Antonio Carmona

El disparatero ex ministro de Economía de Argentina, Axel Kicillof, que tiene la bien merecida fama de economista brillante, por haber, seguramente, contribuido a arruinar en los últimos tiempos la economía argentina, uno de los países con mayor cantidad de recursos del planeta, añadió un disparate más a su carrera: afirmó que todos los medios de comunicación deben estar en manos del Estado. ¡Y lo hizo en una universidad, a la que fue invitado!
En la vereda contraria, están los que dicen lo contrario que el ex ministro de ruindad; que el Estado no tiene que meterse en materia de comunicación, que es un asunto del sector privado. Entre el monopolio de los medios por el Estado y la exclusión del Estado de los medios, está la polarización.
Ya se sabe que los fanatismos necesitan dos partes; es decir, tener una propuesta maravillosa, la propia, y la contraria, la perniciosa y condenable, el enemigo; un bueno y un malo, un cowboy y un bandido. No hay fanáticos sin enemigos, ni buenos sin malos.
Valgan dos aclaraciones básicas; la primera, todas las constituciones democráticas garantizan la libertad de expresión y comunicación de todos los ciudadanos, como uno de los bienes más preciados, hasta el punto que, en muchos casos, se establece que no debe existir ninguna restricción para el desempeño del oficio de periodista.
La segunda, el Estado no sólo tiene el derecho de informar, sino que tiene el deber de hacerlo y de la forma más amplia, transparente y completa, por lo que el uso de las herramientas de la comunicación no le puede ser vedado, ni mucho menos, sino exigido. Así que tanto la una como la otra forma de informar, privada y pública, pública y privada, son igualmente necesarias. A ambas les asiste el derecho; a ambas la obligación que, en nuestro caso establece la Constitución con Claridad, de dar información veraz.
La comunicación, nos diría Perogrullo es un recursos fundamental de los seres vivientes, no sólo de los humanos. La comunicación tiene que ver con la esencia de la convivencia.
El derecho a informar e informarse es fundamental en todas las sociedades democráticas, garantía de todos los ciudadanos. Así que todos tenemos ese derecho garantizado por las constituciones del presente y del futuro; negado por las legislaciones del pasado eterno –en nuestro caso era con o, mejor, contra Stroessner.
El derecho de los ciudadanos a saber, a estar informados, bien informados y en tiempo y forma, sin cortapisa alguno ni impedimento, es decir, sin disculpas ni manganetas para evitar o dilatar el acceso a la información, es un pilar fundamental de la democracia.
Sin duda que el sector privado tendrá su sesgo, en cada caso, en uso y en abuso, de acuerdo a la visión del comunicador. Sin duda el sector público tendrá la tentación de informar resaltando sus gestiones. La pluralidad es la mejor garantía para la buena información, porque se puede contrastar. Y el receptor tiene la posibilidad, y de él depende ejercerla, de valorar y diferenciar las informaciones.
Los malos usos y abusos no pueden ser prever o evitar, porque es imposible establecer la censura previa, constitucional y democráticamente prohibida. Esos pleitos se deben dirimir jurídicamente a posteriori en los tribunales, aunque también, cotidianamente en la saludable práctica del debate público, en ese estrado que es la palestra nuestra de cada día.
Lo más grave en este tema es el anonimato, cuando la información no tiene ni emisor ni fuente y, en estos tiempos de los “perfiles” truchos, que han sofisticado y blindado enormemente a radio so’o, hasta el punto de convertirnos casi obligadamente a todos, voluntaria o involuntariamente, en consumidores de información engañosa, blindada a las críticas y demandas por el anonimato y el descontrol, es decir, tirar la piedra, o, en este caso, la bola, la desinformación, la difamación desde el anonimato de un emisor emboscado en el nuevo tape guasu de las redes sociales, mucho más amplio y descampado que el traicionero tape po’i del emboscado francotirador.

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