• Por Olga Bertinat de Portillo
  • Escritora – Columnista invitada
Una vez visité una escuela para hablar con la directora y unos minutos después de llegar sonó la campanilla del recreo.
De repente en un alboroto generalizado, algunos niños corrieron hacia la cantina y otros formaron fila frente a una señora robusta que tenía sobre una silla una olla con sopa, (después supe que era una sopa que venía en forma de polvo y que allí se preparaba de una manera casi instantánea, agregándole agua caliente).
Los niños le acercaban el plato y ella les colocaba un cucharón bien colmado y salían de la fila.
Me llamó la atención, una niña muy humilde que estaba esperando turno, pero como no había traído plato (para que les dieran la sopa tenían que traer el plato y la cuchara de la casa), esperaba ansiosa la sopa con una palangana pequeña que había conseguido en la escuela.
En un momento dado, aquellos niños estaban esparcidos por el patio sentados en el suelo en cualquier lugar, como animalitos huérfanos comiendo la sopa que quizás sería la única comida del día.
Siempre recuerdo a la niña de la palangana porque su imagen triste se vuelve grotesca, recuerdo su pelo duro y ralo, su palidez espectral y la avidez con que tomaba la sopa.
Me pareció grotesca también la manera cómo se sentaron en el suelo, sin una mesa, sin mantel ni sillas; sorbiendo el líquido caliente con hambre y sin ninguna pizca de urbanidad.
Quedé largo rato observando a los niños, que luego de acabar la sopa se levantaron del piso y se dirigieron corriendo a una pileta ubicada en el medio del patio, para enjuagar los platos y las cucharas.
Ya en mi casa, mientras dormía soñé con la escuela… pero era una escuela más humana. Vi una mesa larga con un mantel floreado y los platos hondos colocados en fila, bien limpios y al costado de cada uno las cucharas relucientes con mangos anaranjados daban el toque alegre a la mesa que en el centro tenía dos paneras colmadas de galletas blandas: adornaban la mesa como si fueran pelotas amarillas con aroma de pan.
También vi a los niños de caras sonrientes haciendo fila para lavarse las manos. Pasaban de a uno a sentarse en la mesa floreada.
La señora robusta de la realidad, en el sueño vestía una chaqueta blanca y un delantal floreado como el mantel. Servía sonriente la sopa y cuando acabó, los niños comenzaron a sorber el líquido sabroso con ansias y alegría, sentados en bancos largos, unos frente a otros como gente, no como animalitos.
Al acabar de comer cada uno llevó los platos a una pileta grande y enseguida pasaron a las aulas en silencio.
La señora robusta lavó los platos, los secó y los guardó en una fiambrera color verde musgo cubierta con alambres finitos para que no entren las moscas. Allí también guardó las cucharas y la olla. No había lujo en el comedor de mi sueño, solo orden, limpieza, galletas y sopa.
La niña de la palangana tenía el pelo limpio, la tez rosada y sonreía con la inocencia de una niña pequeña. Y me sentí feliz hasta que el despertador me anunció que eran las seis y que todo no pasaba de un sueño.

Siempre es bueno soñar, pues en el ámbito de lo onírico pueden realizarse las fantasías más descabelladas o las más simples… como servir decentemente a los niños de las escuelas una merienda escolar sana en un entorno ordenado, limpio y feliz.

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