• Por Esteban Aguirre
  • @panzolomeo

Hace unos años conocí a una –en ese entonces– futura amiga. Hoy amiga bonaerense con quien cruzo correspondencia digital (imeil como le dice la juventú) de tanto en tanto. La primera vez que la conocí, unos cinco años atrás, nos conectamos de inmediato. Hay veces que sentís eso; se siente especial; es esa energía que emana de una persona que te hace decir: "Seee, esta persona tiene que seguir en mi vida".

No sabes exactamente cómo, suele ser la amistad la nave más común para viajar juntos; a veces se manifiesta de distinta manera, amor, sexo, un choca los 5 y "¡zas!", se acabó; no importa, la atracción casi magnética es la cual es, entendiblemente, irresistible. Lo bueno de esto es que es una energía que nunca aparece si no es correspondida. Tal vez por eso sea que se siente siempre bien entregarte al instinto de dicho magnetismo.

Mi termómetro para este "nosequé" que te da un "queseyó" es normalmente la conversación. Debo declararme un junkie del buen conversar. Donde sea que se presente, un bar, restaurante, el saludo casual de vereda; el tiempo pareciera volverse obsoleto cuando me encuentro perdidamente encontrado en el intercambio de palabras enunciadas y palabras –también– escuchadas. Valoradas sería mejor definirlas.

Suelo sentirme mesmerizado por la respuesta del ser humano al diseño. Creo en sí que el diseño señalético es y debería ser la forma más efectiva de comunicarnos en esta sobredosis de estímulos publicitarios que plagan la paz visual del andar diario. Es visualmente como que alguien te esté gritando: "Acá tenés que esperar el micro mi cuate", en un griterío de vendedores ambulantes, que ahora vienen en LED. En un mundo digitalmente saturado, y con la lectura en puerta de ser velada en la Recoleta de cada ciudad latinoamericana, creo fervientemente que el diseño visual de la comunicación es el camino acertado hacia volver a requerir de textos largos, de lecturas lentas, de seguir buscando ese buen árbol para sentarse a leer.

Casi como conquistadores de palabras. Increíblemente en este momento de quasi celebración del diseño seguimos sin celebrar el diseño más ilustrativo (de todos los tiempos) de la buena comunicación: el diseño natural del cuerpo, 2 orejas y 1 boca que sugieren escuchar el doble y hablar la mitad. Es algo que ya lo dije, ya lo escribí y hoy lo repito entendiendo, recién ahora, que era la fórmula secreta de la buena conversación que andaba encriptada en la punta de mi nariz.

Por suerte el día en que "Esha" (el apodo que se ganó mi amiga esa noche) tenía ganas de hablar, yo la escuché el doble. Creo que de esa manera se me quedó, dps de tantos años, el tatuaje de sus palabras en algún lugar del cerebro, esperando un momento conciso para volver a emerger. "Se llama Cine a la Hora del Suicidio mi querido Panza, eso es lo que yo hago los domingos", obviamente intrigado con el simple titular de está oración tomé un trago de mi cerveza, abrí los ojos y me acomode con la típica postura de "soy todo oídos", los brazos cruzados con esa muda sonrisita de buche para que "Esha" no pare de hablar.

Continúo explicando que el atardecer del domingo, ese momento en que nos agarra la fiebrecita de no me quiero ir al trabajo ni a la guardería mañana, es el pico de suicidios que se registra a nivel mundial. Aparentemente, la tasa de suicidio dispara por un montón de motivos en ese horario en particular: "En mi caso, al menos el grupo de amigos con quienes nos juntamos a ver una peli juntos (con énfasis), son padres separados, amigos y amigas que acaban de dejar a los chicos luego de haber pasado el fin de semana con sus hijos, la hora del harakiri como le dice un amigo".

En ese momento la idea ya me parecía sensacional, humana, dignificante y por sobre todo culturalmente necesaria. Compartir películas y luego poder conversar al respecto, alimentado por las ganas de no querer estar solo y permitir sentirse vulnerable ante otros seres humanos admitiendo: "Sí, estoy hecho bola, ¿quién trae el pororó?". Me pareció todas esas cosas y mucho más, pero nunca logré empatizar del todo, había algo disconexo, no había vivido un domingo de esa manera, hasta recientemente.

Hoy, domingo, que amanece sabiendo que se anochece con un cine que celebra con vida la hora del suicidio, desayuné bailando "Estallando desde el Océano" con mi hijo, un tema favorito que compartimos con el joven Aguirre. Mientras nuestros pies se copiaban en un torombolesco movimiento de calzoncillos mañaneros y el revoleo de unos huevos para combatir el mañanero apetito de estos dos vikingos danzarines de distintos tamaños, me di cuenta de que la vida es vitalidad, es querer vivir en vida. En palabras prestadas: "Que lo opuesto de la depresión, en cualquiera de sus versiones, no es la felicidad, es la vitalidad". Es justamente cargar el vacío de los –no guionados– días con la sangre que corre por tus venas, el corazón que late marcando un sugerido ritmo del andar, un tempo para vivir bailando en calzoncillos y bombachas. Unas ganas de sentir amor en todos sus formatos en cualquier minuto de cualquier día.

Amanezco agradecido a mi hijo, Roa, por levantarme en este domingo en particular y convertir las palabras "Buen día Papo" en un manifiesto de vida, una forma de vivir con vida en vida. Desearse un buen día, entre los subes y bajas que cada día tenga como parte del cuento. Un mensaje de vitalidad que quiero compartir con todos los que lo necesiten, sea ahora, después o más tarde. Al final del día somos las historias que decidimos contarnos.

Gracias mi rey y solo esto te quiero decir, hoy y siempre: "Buen día Papo".

¡Salú!

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