Por Mario Ramos-Reyes

Filósofo político

El título del presente artículo parecería una contradicción y, por lo mismo, padecería de un error de fondo insalvable: el de que un liberal que no es liberal. Y viceversa, sería un absurdo afirmar que el liberalismo sería al mismo tiempo no liberal. Parecería solo un trabalenguas fútil, sin ningún sentido. Puro palabrerío sutil al que son afectos los filósofos. Que por lo demás, no sirven para mucho. Pero al ver las imágenes de la convención "liberal" y la pretensión sostenida en este artículo, de que hay un liberalismo que no es un liberal parecería ser más razonable de lo que parece.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Ya lo sé. Son dos mundos distintos, separados por un abismo de creencias que lo hacen incompatibles entre sí. Para el verdadero liberalismo, al menos aquella propuesta que nos viene de lejos, y que afirma la libertad de la condición humana, el fin no justifica los medios. Pues de lo contrario, sería socavar el propio nombre: imponer, a la fuerza o a sillazos como nos muestra la convención "liberal" las decisiones políticas. Sería permitir que la libertad se imponga con la fuerza, pero no la de la ley, sino de la brutalidad, chabacanería. Es el liberalismo ruin, el de los sillazos, que no es liberal.

Es así como, para ese "liberalismo" que usurpa el nombre de liberal, las cosas y las palabras son mera fábula, invento, cuentos a ser narrados por un iluso y que, en el mejor de los casos, no se deben respetar, pues lo único que vale es la opinión de los usurpadores. Por eso, este liberal falso, solo de nombre, solo siente el imperio de sobrevivir en un mundo donde, al decir de Nietzsche, la política se tiene que arreglar como pueda. Es, insisto, el fin lo que cuenta. No es pluralista ni mucho menos. Pluralismo implica el respeto cívico a todas las opiniones vertidas por todos y, por lo mismo, razonablemente presentadas. Nada de eso ocurre aquí: este falso liberal impone, compra, coacciona. Como, íntimamente, no confía en la verdad de las cosas y no posee razones ni poder persuasivo –es relativista– solo le queda la fuerza, las componendas, la intriga.

Pues lo que ocurre es que, este remedo de liberal deambula en un mundo en donde se asume que no hay salvación de nada y por lo tanto, cuanto más control se puede tener de las situaciones y cosas, mejor, pero, sabiendo de antemano que lo máximo que se puede aspirar es obtener el poder y no importa como. Y nada más.

No obstante, es justo reclamar y afirmar hoy, a pesar de todo, algo de esa esperanza. Es que si no se mantiene el auténtico sentido de la libertad, eso de estar dispuesto a dialogar con el que piensa diferente, la democracia muere.

¿Se puede echar culpas al estronismo? Después de un cuarto de siglo, creo que no sería sino una excusa lamentable. Y es ahí justamente donde está la trampa en que cae ese falso liberal: el de hacernos creer que los bárbaros son los otros, y de que todo es política y nada más. Qué error. Los bárbaros no están a las puertas, ellos parecen dirigir la orquesta. Pero dejemos por un segundo este falso liberal y fijemos nuestra mirada en lo que supone un liberal que ama la libertad.

Y para ello me referiré a Gregorio Marañón. Aún recuerdo, hace ya treinta años, cuando en medio de la oscuridad de la dictadura, había leído -con el gozo de un futuro de esperanza- aquel ensayo límpido de ese médico humanista, Gregorio Marañón, lo que entrañaba ser liberal. "El liberalismo es - decir - , una conducta y, por lo tanto, es mucho más que una política". Y, como tal conducta -continuaba- "no requiere profesiones de fe sino ejercerla, de un modo natural, sin exhibirla ni ostentarla. Se debe ser liberal sin darse cuenta, como se es limpio o como, por instinto, nos resistimos a mentir". Ese futuro esperado, nuestro presente, hace mirar con nostalgia aquel sueño del que nos hablaba Marañón.

No obstante, es justo reclamar y afirmar hoy, a pesar de todo, algo de esa esperanza. Es que si no se mantiene el auténtico sentido de la libertad, eso de estar dispuesto a dialogar con el que piensa diferente, la democracia muere. La democracia no es -y lo he reiterado tantas veces-, suficiente como régimen político. Fácilmente se transforma en la dictadura de mayorías violentas. Los regímenes, como las frutas, se pudren poco a poco, casi imperceptiblemente. Por eso que la democracia requiere del auténtico espíritu liberal para que no se descomponga interiormente. Espíritu, que será la savia que nutrirá las instituciones que garanticen eso que la violencia no puede ni debe: Estado de derecho.

Retomando el inicio de nuestro artículo, existe un liberalismo que no es liberal pues identifica su postura, con la arbitrariedad, la violencia con tal que su narrativa de mero simulacro le habilite al fin del poder. La tragedia de este error es que, anuncia, poco a poco, la muerte de la república: ya no autogobierno sino capricho, arbitrariedad, reduciendo la legalidad a mera ficción. Yo trato de imaginarme cuáles hubieran sido las palabras de don Eligio Ayala ante esta situación. La verdad que no se con certeza, pero si se, leyendo su mensaje al Congreso, allá por 1925, que no estaría lejos de lo que afirma este artículo. Es que, decía Don Eligio, "cuando unos obedecen al deseo de venganza y están ajenos de todo amor público y otros responden más a un interés de camarilla personalista y unitarias, no es posible la prosperidad ni la grandeza de la república". Talvez sería el momento de que todo el partido Liberal vuelva a ser liberal.

Déjanos tus comentarios en Voiz