Por Marcelo A. Pedroza

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Basta observar para al menos identificar los hechos. Pero, ¿es tan así? Si por ejemplo, alguien pregona con palabras una idea y su comportamiento es otro, ¿qué pasa que a pesar de la incongruencia manifiesta entre lo expresado y lo realizado continúa diciendo y obrando de forma incompatible? E incluso el discurso se mantiene y se repite toda vez que se presenta la oportunidad para hacerlo, y aún puede agudizarse; como también sus obras seguir ampliando la brecha existente. Algo acontece por ese interior pensante y obrante. La psicología lo denomina disonancia cognitiva y la identifica como la tensión o desarmonía interna del sistema de ideas, creencias y emociones que percibe una persona que tiene al mismo tiempo dos pensamientos que están en conflicto, o por un comportamiento que entra en conflicto con sus creencias. De cualquier manera hay un choque frontal ante quienes son testigos de lo antagónico. El tema es que ese impacto no lo ve ni lo escucha el que lo vive, y no se sabe si lo siente. O quizás todos sus sentidos sensoriales están absolutamente neutralizados a la hora de intentar habilitar el espacio de los juzgamientos íntimos.

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El asunto está en que el mundo de las justificaciones puede aglutinar cualquier excusa para honrar el supuesto cambio materializado por el convencimiento del presunto buen proceder.

Una de las acepciones de disonar la identifica como carencia de armonía hacia algo. Fue en 1957 cuando el psicólogo estadounidense Leon Festinger plantea la teoría en donde explica que al producirse una incongruencia o disonancia de manera apreciable la persona se ve automáticamente motivada para esforzarse en generar ideas y creencias nuevas hasta reducir la tensión y conseguir que el conjunto de sus ideas y actitudes encajen entre sí, constituyendo una cierta coherencia interna. Es decir, tratando de restablecer o de encontrar o de superar la falta de armonía que tenía. Para ello hay un camino recorrido entre aquello que alguna vez generó desarmonía y lo descubierto como amortización justificativa de lo que ahora tranquiliza o disminuye la carga emotiva tensional. Entonces si encuentra una noble argumentación con tendencia a equilibrar cierto quiebre interno, es posible que lo haya sentido y que también lo haya visto y oído de alguna forma. El asunto está en que el mundo de las justificaciones puede aglutinar cualquier excusa para honrar el supuesto cambio materializado por el convencimiento del presunto buen proceder. En el caso de que así, de lo que no podrá salvarse aquel que se engaña es de la notable y natural ubicación que produce el devenir de los tiempos.

No se puede ignorar, negar ni esconder lo que produce una conflictividad profunda. ¿Y si se encuentran las razones para superarlo? Maravilloso descubrimiento, siempre y cuando no perjudique a los demás. ¿Y cuál es la vara para medir qué es lo que afecta a otros y qué no? Ahí cada uno tendrá que ser honesto consigo mismo y responder no ajustando o maquillando o desvirtuando o acomodando al antojo personal lo que se propondrá expresar conscientemente. Porque después fluirá de mil maneras la auténtica manifestación de lo que se cree. Además pueden existir tentaciones para que se presenten oportunas mentiras vestidas con estampas piadosas, pequeñas o útiles para los fines propuestos. ¡Cuántas voces se atreven a pregonar valores sociales y en su nombre encubren el dolor de las divisiones y de las agresiones que sus dichos y actos ocasionan! Para que esos preciosos estandartes colectivos ingresen en la lista de las disonancias de sus detractores no necesitan de armas, basta el bombardeo de sus palabras para delatar los intereses que persiguen. Para liberar las tensiones ocasionadas, y reconocidas como tales, hay que impregnarse de humildad y disponerse a crecer, admitiendo que los demás son vitales para poder lograrlo.

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