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Las desteñidas fachadas modernistas a lo largo de la playa de Copacabana remontan al pasado optimista de Brasil. El paseo junto al mar, donde los bastones superan en número a las tangas, ofrece un vistazo de su futuro demográfico.

Una cuarta parte de los habitantes en esta parte de Río de Janeiro tiene 65 años o más, lo que le hace unos de los lugares más viejos de Brasil. Pero el resto del país le está alcanzado rápidamente, gracias a un descenso en las tasas de natalidad y a la creciente esperanza de vida. Las personas de más de 65 años, que conforman 8,5 por ciento de la población ahora, alcanzarán el porcentaje de Copacabana para el 2050. El país está peligrosamente mal preparado para ese choque.

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Para ver por qué, basta con visitar la sucursal de Copacabana del Instituto Nacional de Seguridad Social, que administra las pensiones estatales de los brasileños empleados en el sector privado. Elizete Ribeiro, una vivaz masajista, no parece lista para la jubilación. Tiene solo 56 años de edad. Pero, tras haber pagado al sistema durante 30 años, tiene derecho a una pensión básica con valor del salario mínimo (937 reales, o 304 dólares, al mes). El abogado que le ayudó, Jorge Freire, se beneficia de un plan separado del sector público. Él se jubiló como empleado del sistema judicial estatal de Río de Janeiro cuando tenía 52 años. Su cheque de jubilación, al principio igual a su último salario, sube cada vez que los empleados actuales de los tribunales reciben un aumento salarial.

El llenado de formatos en esta oficina del INSS, repetido millones de veces, significa problemas para Brasil. El gasto de pensiones ya es equivalente al 12 por ciento del PIB, la mitad de nuevo que el promedio entre los miembros de la OCDE, un club principalmente de países ricos que tienen muchos más ciudadanos de la tercera edad. El déficit anual combinado de los planes de pensiones es de 4,8 por ciento del PIB, equivalente a más de la mitad del déficit del presupuesto gubernamental. El estado de Río apoya más a los pensionados del sector público que a los servidores públicos en funciones; por cada coronel de la policía en servicio activo hay cinco jubilados. El estado está casi en bancarrota. Sin acción correctiva, Brasil enfrenta un futuro igualmente sombrío.

Michel Temer, el presidente centro-derechista del país, espera hacer arreglos para que sea más brillante. Asumió la presidencia el año pasado después de la impugnación de su predecesora izquierdista, Dilma Rousseff, y en medio de la peor recesión registrada en el país. Este mes, el Congreso empezó a debatir su plan de reformar el sistema de pensiones. La recuperación económica y la estabilidad financiera de Brasil dependen de su éxito.

La generosidad geriátrica de Brasil surgió de impulsos loables. La Constitución adoptada en 1988 buscaba romper con la historia de elitismo y desigualdad del país, más atrincherada bajo dos décadas de dictadura militar. Entre los nuevos derechos estaba una pensión básica para los hombres de más de 65 años y las mujeres de más de 60, contribuyeran o no al sistema. La gente que contribuye, como Ribeiro, puede reclamar beneficios antes. El gobierno vinculó los beneficios al salario mínimo, garantizando que casi siempre subieran y nunca bajaran.

Esto ha hecho de Brasil una nación de pensionados jóvenes y prósperos. Sus ciudadanos cobran pensiones cuando tienen 58 años de edad en promedio; los mexicanos trabajan hasta entrados los 70. Los brasileños con ingresos promedio reciben pensiones por el valor de cuatro quintas partes de sus ingresos previos a la jubilación, lo cual es generoso para los estándares de la mayoría de los países. Viudas y viudos heredan las pensiones completas de sus cónyuges fallecidos, las cuales pueden combinar con las propias.

Esta acumulación de derechos se ha convertido en una bomba de racimo económica. Infladas por los aumentos en el salario mínimo, las pensiones ahora representan más de la mitad del gasto por servicios del gobierno. La recesión ha reducido los ingresos para pagarlas. Sin un cambio, el gasto en pensiones gubernamentales pudiera alcanzar una quinta parte del PIB para el 2060. La deuda pública llegará a niveles de espanto antes: para el 2019 pudiera ser de 98 por ciento del PIB, respecto de 70 por ciento ahora. Esa perspectiva es una razón para las tasas de interés de dos dígitos de Brasil. El derroche en pensiones perjudica a la economía en otras formas, por ejemplo retirando prematuramente a los empleados de la fuerza laboral y restando dinero a la educación y la infraestructura.

La reforma que Temer está proponiendo reduciría el problema de las pensiones a proporciones más normales. Establecería una edad de jubilación mínima de 65 años para hombres y mujeres, y les obligaría a trabajar más tiempo que ahora para solicitar la pensión permisible máxima. Aumentos futuros en la edad de jubilación para seguir el ritmo de las vidas más largas no requerirían una enmienda de la Constitución. Solo las pensiones más bajas estarían vinculadas al salario mínimo. Los beneficios de los viudos se reducirían.

Estas y otras medidas estabilizarían el gasto en pensiones aproximadamente a los niveles actuales, dice Paulo Tafner, un analista de pensiones. Darían a la economía un impulso a corto plazo, en parte alentando al banco central a reducir las tasas de interés más rápidamente. El mercado bursátil se ha fortalecido con base en la esperanza de que el Congreso las apruebe.

Como la reforma requiere una enmienda constitucional, ambas cámaras deben aprobarla con mayorías de tres quintas partes. El Partido de los Trabajadores de Rousseff la denuncia como un ataque a los pobres, aunque no tocará a los beneficiarios de las pensiones más bajas. Un político de la coalición de Temer acusa al gobierno de "alarmismo demográfico", como si el envejecimiento fuera impredecible.

Pese a esas quejas, Temer tiene buena probabilidad de lograr que la reforma sea aprobada razonablemente intacta. Según se reporta, un sondeo de su Partido del Movimiento Democrático Brasileño muestra que los brasileños están divididos uniformemente a favor y en contra de la reforma. El gobierno está tratando de inclinar la balanza, con anuncios en periódicos y videos proyectados a los pasajeros en los aeropuertos. El propio Temer es impopular. Pero si limpia el sistema de pensiones, los brasileños tendrán razones para agradecerle.

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