- Por Pablo Noé
- Director periodístico de La Nación TV
- pablo.noe@gruponacion.com.py
Hace unos días haciendo zapping en las radios FM del dial, escuché un aviso que me llamó mucho la atención. En el mismo, un diálogo entre mujeres señalaba un caso cotidiano, la incomodidad de una de las interlocutoras porque sufrió el corte de energía eléctrica en su casa. La respuesta de la otra señora fue contundente: no había sentido el rigor del calor porque su marido le había regalado un transformador. El spot remataba la idea destacando que la solución para este tipo de dramas era sencilla "Pedile a tu marido que te compre un transformador de la marca X".
Días atrás había visto en un periódico una nota a una personaje de la farándula local, en donde la calificaban como la mejor novia del mundo, ya que, mientras su pareja iba a jugar fútbol con sus amigos, ella le hacía un delicioso asado y lo esperaba con la mesa lista en la casa. El mensaje es claro, en lugar del convivir con un lorito óga, que es tan repudiado, además de su indiscutible belleza, la dama se destacaba por su rol comprensivo y su predisposición para convertirse en una buena ama de casa.
El primer día de clases en la escuela, que ya de por sí es emotivo para los chicos, también se transforma en una oportunidad para medir el grado de aceptación del varón en la comunidad educativa. Cuantas más admiradoras tiene, mejor. En cambio la niña debe quedar bajo el resguardo impenetrable de todo tipo de artimañas para mantener inmaculada a la alumna. Este esquema se instaló y es parte de una cultura que destaca la virilidad masculina e intenta sobreproteger a las chicas.
El primer paso para la resolución de un problema es reconocer la existencia del mismo. Mientras no se perciba la presencia de este inconveniente, entonces, no se hará ningún esfuerzo para cambiar la situación. Si a esto le agregamos que el hombre por naturaleza teme a los cambios, entonces estamos frente a una condición incómoda, porque se presenta como casi eterna. Esta descripción puede ser aplicada a la serie de planteamientos descritos anteriormente que derivan en casos que son indignantes y preocupantes que tienen una raíz común: el machismo galopante, que deriva en abusos de todo tipo contra la mujer.
Por esta maldita costumbre de hacer de menos a la mujer no sorprende que existan personas que acepten como algo tolerable que un profesor pueda ser acusado de abuso sexual y que la pena para el mismo sea mínima. No importa el contexto en el que se presentó el caso, y mucho menos el grado de afectación para la víctima. Así se afirma tranquilamente que el profesor tan solo se quiso "robar un beso", sacando el contexto de la influencia de un docente sobre una estudiante. Desde ahí en adelante, poco importan las amenazas de tinte sexual con derivaciones académicas que fueron denunciadas.
La convivencia laboral tampoco es ajena a esto, porque siguen siendo comunes los abusos contra las mujeres, no solo a cambio de favores sexuales, sino que las mismas están constantemente expuestas a ser blanco fácil para todo tipo de improperios denigrantes por el simple hecho de ser mujer. La cómplice impunidad también debería ser cambiada por una participación más activa condenando estos hechos.
De aquí a hablar del preocupante número de casos de feminicidios en el país no hay distancia. El vínculo directo es indiscutible y todo lo que se pueda hacer para cambiar este escenario es insuficiente si no se piensa en una revolución cultural que se cimiente en la educación como primer paso para comenzar a construir una nueva sociedad. De nada sirven fechas para adornar el calendario o acciones autoinmunes que presenten grandes enunciados, si de esa teoría no se pasa a la práctica.
El camino es largo, pero es un destino que debemos emprender para eliminar esta maldita perversión de asumir la superioridad del hombre como una cuestión casi innata. Reconozcamos que el problema existe y que tiene solución, si participamos todos.