Por: Javier Barbero
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Domingo 12 de febrero.
Aeropuerto de Barajas, Madrid.
Estimada señora cuyo nombre jamás sabré:
Escuché su voz hablando en inglés, y cuando levanté la vista, la vi, frente a mí con los brazos abiertos. Aproximadamente, sesenta años, vestida de manera sencilla y con hermosos ojos celestes mirándonos a mi amigo Alberto y a mí con ilusión.
"¿Me podrían dar un abrazo?", nos dijo entonces. Alberto, el amigo que me había llevado hasta el aeropuerto, me miró asombrado. Y usted insistió haciendo ademanes con sus manos.
"Por favor… un abrazo", insistió con los ojos brillantes.
Entonces, una fuerza invisible hizo que le abriera mis brazos, señora. Y usted me sonrió. Y le abracé sin lógica, sin intención, sólo porque el cuerpo me llevó a abrazarle.
Sentí entonces sus brazos apretando mi cuerpo y un largo y profundo suspiro de alivio. Vaya a saber de qué señora. Tal vez por la mucha soledad. Tal vez por una mucha distancia. Tal vez por una pena de amor. Vaya a saber qué se alivió en su alma desconocida señora.
Me susurró en inglés al oído sus muchas gracias repetidas veces. Luego, nos separamos. Y entonces, mi amigo Alberto también se ocupó de darle un abrazo largo y profundo.
Volé hacia Paraguay con usted en mi corazón, señora. Nunca sabré quién es y las probabilidades de volvernos a encontrar son infinitesimales. Sin embargo, usted me enseñó que hay actos de amor sencillos que engrandecen el alma; porque nos recuerdan que en lo profundo, por el hecho de ser humanos, todos somos parte de lo mismo.
A lo mejor, señora, usted era una mensajera enviada para recordarme la belleza del dar sin condiciones.
Pero antes de despedirme, déjeme confesarle algo. Cuando la abracé, sentí que me abrazaba a mí mismo en mi propia soledad, en mis propias heridas, en mi propia orfandad. Gracias por pedirme un abrazo, y con él, recordarme una lección importante: Que dar es darme.