• Por Alex Noguera
  • Periodista
  • alex.noguera@gruponacion.com.py

Muchos jóvenes no lo recuerdan porque transcurrieron casi 30 años desde el Golpe del 89. Ni siquiera habrían nacido, pero con la democracia vino la reforma de la Constitución. Así, a partir de 1992, la juventud pudo decirle no al Servicio Militar Obligatorio. Antes, era frecuente que camiones verdes con carrocería de madera secuestraran a los muchachos "allí donde se encontrasen" y los llevaban al cuartel para "hacerlos hombres". No había escapatoria. Ni ellos ni sus padres podían protestar. La aberración era ley y debía ser cumplida porque eso era conveniente para algunos.

Eso sucedía en Asunción, pero el gran contingente de enrolados provenía del interior. Eran adolescentes que llegaban para "servir a la patria". Se concentraban en los cuarteles, donde como bienvenida los "ablandaban" con tradicionales ejercicios, que más que fortalecer sus músculos eran para debilitar su espíritu. "Tiburón ballena" no era ningún cetáceo, sino una forma sutil de tortura que el recluta debía aceptar aunque la más de las veces era porque el superior disfrutaba de su condición.

Una parte de estos campesinos era destinada como servidumbre personal de los militares de alto rango. La ley era conveniente para algunos, así que no debía cambiar. Uno de ellos se llamaba Marco. Era un tipo de edad indescifrable, así como el color de su piel que competía entre negro y morocho oscuro. De brazos y piernas largos y torpes, típicos de su edad, su complexión intentaba revelar el secreto de su origen, que por alguna razón sugería ser indígena. Aunque nadie lo juraría.

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Su boca amplia era la típica de los afrodescendientes, sin embargo tenía los pómulos demasiado salientes. Era la mezcla indefinida entre un hombre proveniente de África y de las selvas sudamericanas. Era Marco y le decían Kunta Kinte (cuando él no escuchaba), como sobrenombre. Y si por alguna razón a alguien se le escapaba ese mote, el salvaje recluta demostraba un arrebato de furia incontrolable.

En cierta ocasión uno de sus camaradas lo sujetaba con mucha fuerza para evitar que cometiese alguna locura. Le decía que se calmara, que no merecía la pena. Y Marco respondía que de donde él venía los hombres no jugaban con sus semejantes, que le habían enseñado el respeto, pero que acá en la ciudad actuábamos peor que los animales.

El camarada preguntó qué haría para remediar eso. Marco respondió que la próxima vez mataría, que luego huiría internándose en la profundidad de los bosques de donde venía y que él conocía a la perfección, y que nadie podría encontrarlo jamás. Dijo: "Acá la gente se olvida que puede morirse. Creen que pueden hacer lo que quieren".

Su camarada lo miró y comprendió que esa amalgama de juventud en realidad escondía mosaicos indescifrables de peligros desconocidos. Recordó a su madre que con ojos llorosos le rogó que no matase a nadie, porque eso era "pecado mortal". Para ella, no había nada peor que irse al infierno.

"Comprendió que esa amalgama de juventud en realidad escondía mosaicos indescifrables de peligros desconocidos".

También recordó a su abuelo. Él era de origen español y en las noches cerca del fuego le contaba vivencias de esa lejana tierra. Miró fijamente a Marco y le pareció ver al toro de lidia del que tantas veces le hablara.

Y es que en España se organizan corridas diferentes a nuestros típicos torines criollos. Acá en el ruedo se sueltan a unas vacas flacas como "peligrosos" toros, que las más de las veces matarían, pero de aburrimiento. Allá los toros eran especiales, genéticamente bravos, estaban muy bien alimentados y eran criados especialmente para lo que ellos llamaban la faena.

Allá no habían payasos, sino toreros asesinos. Vestidos con impecable uniforme –como lo hacen los militares– salen a la arena para torturar y matar. La función inicia momentos antes de la salida del toro, cuando es sujetado y le clavan alfileres en los testículos para enloquecerlo de dolor e incitar su furia. Así es recibido por los toreros y corre para tratar de desprenderse de ese dolor, pero una y otra vez el capote del matador lo engaña. Al borde del paroxismo, para aumentar el dolor y mermar fuerza, en cada arremetida le clavan banderillas.

La danza de la muerte sigue hasta que el animal ya está demasiado cansado para moverse. Es en ese momento cuando se detiene y mira a los ojos al torero. En ese momento no solo sabe que va a morir, sino que decide morir y se prepara para dar la mejor cornada de su vida.

De donde Marco venía, los hombres no jugaban con sus semejantes. Le habían enseñado el respeto, pero en la ciudad actuábamos peor que animales. Y es que acá en la ciudad olvidamos que somos simples mortales. Basta una sola cornada para recordárnoslo.

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