Por Alex Noguera

Periodista

Los que vieron la película "La lista de Schindler" recordarán una escena en la que el comandante del campo de exterminio nazi visita en su fábrica a su amigo, Oskar. El militar comienza a recorrer las instalaciones, en las que los obreros judíos trabajan como esclavos, pero en donde al menos tienen la posibilidad de seguir con vida al amparo del empresario.

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En el ingenio, la reencarnación del mal llamado Amón, trata de encontrar algún cuestionamiento en la eficiencia de los operarios que trabajan para generar productos que serán utilizados por los soldados que combaten en el frente. El personal le enseña cómo se fabrican las ollas y luego la forma en que se les aplica el enlozado. Con su vista de águila escruta cada detalle y pronto tiene un panorama claro del proceso y de la capacidad que ha podido armonizar el bueno de Oskar y se encuentra complacido.

Pero un detalle le llama la atención. Uno de los obreros no sólo es un viejo, lo que le parece una contradicción para el correcto desempeño de los engranajes productivos, sino que además y lo peor, es manco, le falta todo el brazo. ¿Cómo es posible que un anciano judío, encima incompleto, siga vivo? Con una sonrisa de lobo hambriento que ve al inocente corderito se acerca lentamente a su próxima víctima como si hubiera visto a un amigo de toda la vida. El judío –consciente de que no es buena señal que se le acerque el líder nazi– hace gala de su profunda humildad y se apresta a demostrar su valía en la estructura fabril. Con gran habilidad, a pesar de carecer de un brazo, el hombre da vuelta la pesada prensa y en pocos segundos arma una reluciente nueva bisagra, que se la presenta con gran respeto, incluso sacándose la gorra y mirando hacia el piso para evitar los ojos diabólicos del alemán.

El corazón del trabajador late a toda prisa preso de los nervios, pero a la vez complacido de haber demostrado un alto coeficiente de eficiencia y calidad. Por unos segundos se siente orgulloso de su labor. Por unos segundos se siente a salvo cuando ese lobo que revisa la obra realizada y la aprueba con esa indescifrable sonrisa. Por un segundo cree que el alemán no es tan malo. Pero en el segundo siguiente, como de forma casual el militar comienza a contar el número de bisagras terminadas. El corazón del judío se detiene. Ahora ha descifrado la sonrisa y sabe que ese hombre es un demonio salido del infierno. De forma amable, casi como de amigos, le pregunta por qué tiene tan pocas bisagras acabadas si es que ha trabajado toda la mañana y él es un trabajador tan calificado.

De nada le valen las excusas, menos las súplicas. En ese momento el judío supo que iba a morir. Como si todas las fuerzas lo hubieran abandonado, el anciano es arrastrado unos metros mientras que Amón en persona se apresta a ejecutar la sentencia. Con un deleite sublime extrajo de su funda de cuero reluciente su pistola Luger, orgullo de la tecnología teutona.

Como el gato que juega con el ratón antes de ser su cena, el nazi descerraja el arma y la bala entra en la recámara. Con placer apoya la punta en la cabeza y aprieta el gatillo esperando el delirante estruendo y la sangre explotando. Pero el sonido de click resuena como mil ecos en el oído del condenado. Otra vez, Amón descerraja el mecanismo y otra bala reemplaza a la anterior en la recámara de la pistola. Otro click prolonga la agonía y acrecienta los nervios del verdugo. Furioso, intenta por tercera vez y el resultado es el mismo. Y otra. Y otra. Entonces en el clímax de su frustración descarga toda su ira mediante un golpe seco con el arma contra el cráneo de su víctima y se aleja sin comprender cómo es posible que su Luger haya fallado.

No sé porqué esa escena emergió desde el subconsciente el miércoles último. Tal vez porque el martes había leído una publicación en la que detallaban casi con nombre, apellido y prontuario los más de 26 baches que decoraban la avenida Cacique Lambaré. Y es que tras un mes de que la Junta declarara emergencia vial, y que dispusieran de G. 5.600 millones, la principal arteria de la ciudad parecía un queso gruyere. Pero al día siguiente de la publicación, una cuadrilla comunal –máquinas y hombres– inició un eficiente y rápido proceso de bacheo. Al segundo día, los trabajos avanzaron de manera mágica, incluso cerrando un lado de la calzada con apoyo de los agentes que abandonaron su tarea favorita de multar para pasar a ordenar el tránsito.

¿Por qué muchas veces la ciudadanía debe esperar a que la prensa se haga eco de un hecho negativo para que las autoridades responsables tomen cartas en el asunto? Dirán que esos trabajos estaban programados y que "justo" ese día iban a iniciar las tareas de reparación. Tendremos que creerles porque en este sistema de democracia representativa, el ciudadano común, el que paga los impuestos, no tiene poder de fiscalización. La única oportunidad que tiene es que falle la Luger.

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