• Por Pablo Noé
  • Director periodístico La Nación TV
  • pablo.noe@gruponacion.com.py

Es oscuro, la noche en la ciudad marcó su implacable presencia, con sus características particulares. El hábito nos invitó a acostumbrarnos a una serie de prácticas que por la fuerza de la repetición comenzaron a parecer normales. Los barrios enrejados, con veredas cada vez más vacías se establecieron como un paisaje habitual. La inseguridad se metió en nuestras vidas, con sus desabridas sensaciones peculiares.

Esta rutina tiene códigos que son inviolables. Si tenés un celular, debe estar en silencio y mimetizado en alguna parte, porque el simple hecho de exhibirlo en público se transforma en una "incitación" a que te lo despojen. El sonido de un motor acercándose nos sobresalta. La presencia de un grupo de personas en alguna esquina, atemoriza. La aventura de deambular caminando rumbo a cualquier destino es una pesada mochila con la que tenemos que convivir periódicamente.

Las distancias son irrelevantes. Da lo mismo estar llegando a casa después de una ardua jornada laboral o solamente tener que ir unas cuadras a la despensa del barrio. El riesgo está latente de manera permanente y no hay alternativas más que resignarnos a convivir con este tétrico escenario citadino. A esto debemos agregarle otros condimentos particulares para las mujeres. Ellas se convierten en presa fácil para los delitos, encabezando las estadísticas de asaltos callejeros. Para los delincuentes resulta más sencillo despojarlas de sus propiedades, porque asumen que ofrecerán menor resistencia que los varones.

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A esta catastrófica realidad debemos añadir otros factores que son más graves, porque no los percibimos como dañinos. El acoso específicamente es uno de los hechos más preocupantes y que no son percibidos como un abuso en su real dimensión. Las miradas inquisidoras, las persecuciones rutinarias, los "inocentes piropos" son las armas con las que herimos a las mujeres, y no somos conscientes del daño que estamos haciendo.

Fallamos en la educación. El machismo impregnado en una sociedad patriarcal, sumado a un proceso de desvalorización de la mujer, cosificándola como una mercadería al alcance de la mano, borró los límites de lo tolerable y las avasallamos constantemente sin contemplaciones. Eliminamos del debate un componente imprescindible, la manera en la que las mujeres sobreviven a estos abusos de manera estoica. Incorporamos a nuestro razonamiento que gritar cualquier barrabasada es "simpático" y que las mujeres están ahí para ser objeto de nuestro bajos instintos.

No faltará el que quiera minimizar la cuestión diciendo que llegamos a este estadio porque las propias mujeres se prestan para generar este efecto. Sin embargo, el concepto debe ser razonado en un sentido amplio, poniendo como eje de la discusión el norte que debe marcar nuestras acciones. ¿Es el marketing de la sociedad de consumo el que debe orientar nuestro comportamiento? ¿Es el pensamiento retrógrado que cercenó derechos a las mujeres durante siglos el que debe imponer su presencia? ¿Es la desidia ante este tipo de realidades aparentemente normales el que se debe establecer como una situación aceptable?

Un trabajo sostenido producto de un acuerdo general, que se inicie en el hogar, pasando por la educación formal en las escuelas es el camino que debe orientar nuestro destino. Aplicando esta fórmula estaremos honrando la memoria de tantas víctimas de abusos contra la mujer y cuyas historias están marcadas con sangre.

Así podremos ofrecer otro tipo de respuestas a miles de mujeres que no solo sufren la oscuridad de la noche, sino que lloran sus penas a plena luz del día y son prisioneras en sus hogares y trabajos. Este dolor de las mujeres es la punta de un iceberg que no puede seguir minimizado u oculto. Es de estricta justicia, e imperioso honrar a quienes nos dieron la vida.

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