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Washington está atenazado por una revolución. El sombrío ritmo de la toma de protesta del mes pasado seguía en el aire cuando el presidente Donald Trump lanzó el primer coctel molotov de políticas y órdenes ejecutivas contra los pórticos color blanco brillante de la capital.

No se ha detenido. Abandonar la Asociación del Tratado Transpacífico, demandar una renegociación del TLCAN y un muro con México, revisar la inmigración, acoger a una Gran Bretaña que se dirige al Brexit y a Rusia, enfriar relaciones con la Unión Europea, defender la tortura, atacar a la prensa; incesantemente, él y su gente se han lanzado a la carga, dejando los restos de la opinión recibida humeando a su paso.

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Para sus críticos, Trump es imprudente y caótico, en ninguna acción más que en la prohibición temporal de la semana pasada al ingreso de los ciudadanos de siete países del Medio Oriente; elaborada en secreto, promulgada con prisa y sin probabilidad de que cumpla su intención declarada de salvar a Estados Unidos del terrorismo. Incluso sus aliados republicanos lamentaron que una buena política popular hubiera sido arruinada por su ejecución.

En la política, el caos normalmente conduce al fracaso. Con Trump, el caos parece ser parte del plan. Las promesas que sonaban como exageraciones en la campaña ahora representan una revuelta terriblemente seria destinada a sacudir a Washington y al mundo.

Para comprender la insurgencia de Trump, empecemos con los propósitos de la atrocidad. En un Estados Unidos dividido, donde el otro bando no solo está equivocado sino es maligno, el conflicto es un activo político. Entre más usaba Trump sus discursos de campaña para ofender a la opinión cortés, más sus simpatizantes se convencían de que él realmente desalojaría a la élite traicionera y codiciosa de sus salones de Washington.

Sus lanzadores de granadas en jefe, Stephen Bannon y Stephen Miller, han llevado ahora esa lógica al gobierno. Cada vez que los manifestantes y los medios despotrican contra Trump, es prueba de que debe estar haciendo algo bien. Si las efusiones del Ala Oeste son caóticas, eso solo termina demostrando que Trump es un hombre de acción, como prometió. La secrecía y la confusión en torno a la prohibición a la inmigración son una señal no de fracaso, sino de cómo su gente se alejó de los expertos convenencieros que habitualmente subvierten la voluntad popular.

La política del conflicto se aprovecha de una visión del mundo que rechaza décadas de política exterior estadounidense. Tácticamente, Trump tiene poco tiempo para los organismos multilaterales que rigen en todo, desde la seguridad hasta el comercio y el medio ambiente. Él cree que países menores cosechan la mayor parte de las recompensas mientras Estados Unidos paga la cuenta. Puede explotar su poder de negociación para obtener un mejor acuerdo enfrentando a los países uno por uno.

Bannon y otros también rechazan estratégicamente la diplomacia estadounidense. Creen que el multilateralismo encarna un internacionalismo liberal obsoleto. La lucha ideológica de hoy no es por los derechos humanos universales, sino por la defensa de la cultura "judeo-cristiana" ante la arremetida de otras civilizaciones, en particular el islamismo. Vistos a través de este prisma, Naciones Unidas y la Unión Europea son obstáculos y el presidente Vladimir Putin de Rusia, por el momento, un aliado potencial.

Nadie puede decir cuán firmemente cree Trump en esto. Quizá, en medio de la parafernalia del poder, se cansará de la guerra de guerrillas. Quizá una corrección del mercado bursátil inquiete tanto a los directores ejecutivos de la nación que expulse a Bannon. Quizá una crisis lo lanzará a los brazos de su jefe de gabinete y sus secretarios de defensa y de estado, ninguno de los cuales es muy del tipo insurgente.

Sin embargo, no cuente con que suceda pronto, y no subestime el daño que pudiera producirse primero.

Los estadounidenses que rechazan a Trump temerán más, naturalmente, por lo que él pudiera hacerle a su propio país. Tienen razón en preocuparse, pero tienen cierta protección de parte de sus instituciones y la ley. En el mundo en general, sin embargo, hay pocos contrapesos a Trump. Las consecuencias pudieran ser graves.

Sin el apoyo y la participación activos de Estados Unidos, la maquinaria de la cooperación mundial bien pudiera fallar. La Organización Mundial de Comercio no sería digna de su nombre. Naciones Unidas caería en desuso. Incontables tratados y convenciones se verían socavados. Aunque cada uno se sostiene solo, todos forman un sistema que vincula a Estados Unidos con sus aliados y proyecta su poder en todo el mundo.

Como los hábitos de la cooperación que se fraguaron durante décadas no pueden recuperarse fácilmente, el daño sería duradero. En la espiral de desconfianza y recriminación, los países que están insatisfechos con el mundo se sentirán tentados a cambiarlo; de ser necesario por la fuerza.

¿Qué hacer? La primera tarea es limitar el daño.

Tiene poco sentido repudiar a Trump. Los republicanos moderados y los aliados de Estados Unidos necesitan decirle por qué Bannon y sus co-ideólogos están equivocados. Incluso en el sentido más estrecho del interés propio de Estados Unidos, su apetito por el bilateralismo es equivocado, no menos porque el daño económico producido por la complejidad y contradicciones de una red de relaciones bilaterales superaría cualquier beneficio obtenido de las negociaciones más duras.

Trump también necesita ser convencido de que las alianzas son la mayor fuente de poder de Estados Unidos. Su red única desempeña un papel tan grande como su economía y sus fuerzas militares en convertirle en la superpotencia mundial. La alianzas ayudan a elevarlo por encima de sus rivales regionales: China en el este asiático, Rusia en Europa oriental, Irán en Medio Oriente. Si Trump verdaderamente quiere poner a Estados Unidos primero, su prioridad debería ser fortalecer los lazos, no tratar a sus aliados con desdén.

¿Si este consejo es ignorado? Los aliados de Estados Unidos deben esforzarse por preservar las instituciones multilaterales para cuando llegue el día después de Trump, fortaleciendo sus finanzas y limitando la pugna entre ellos.

También deben hacer planes para un mundo sin el liderazgo estadounidense. Si alguien se siente tentado a mirar hacia China para que asuma el papel, no está listo, aun cuando fuera deseable. Europa ya no tendrá el lujo de restar financiamiento a la OTAN y socavar al servicio exterior de la UE, lo más cercano que tiene a un Departamento de Estado. Brasil, la potencia regional, debe prepararse para ayudar a conducir a Latinoamérica. En Medio Oriente, los fracturados Estados árabes tendrán que encontrar juntos una fórmula para vivir en paz con Irán.

Una red de bilateralismo y un regionalismo chapucero son palpablemente peores para Estados Unidos que el mundo que heredó. No es demasiado tarde para que él concluya cuánto peor, se deshaga de sus lanzadores de bombas y cambie de rumbo.

El mundo esperaría ese resultado, pero debe prepararse para los problemas.

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