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La mayor parte del tiempo, argumenta el académico británico David Runciman, a la mayoría de la gente le importa poco la política. Luego, de pronto, le importa demasiado. El mandato de Donald Trump como presidente número 45 de Estados Unidos, que empezó este 20 de enero, destaca como uno de esos momentos.

Es extraordinario cuán poco sienten que saben los votantes estadounidenses y el mundo en general sobre lo que pretende Trump. Quienes lo respaldan están esperando la mayor sacudida en Washington en medio siglo, pero sin embargo su optimismo es un acto de fe. Quienes se oponen a él están convencidos de que habrá caos y ruina a una escala que cambiará a una época, pero su desesperación se base en conjeturas.

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Todo en lo que casi todos pueden estar de acuerdo es en que Trump promete ser un tipo de presidente estadounidense totalmente nuevo. La pregunta es: ¿de qué tipo?

Uno pudiera sentirse tentado a concluir que simplemente es demasiado pronto para decirlo. Sin embargo, hay suficiente información –surgida de la campaña, surgida de los meses transcurridos desde su triunfo y surgida de su vida como un desarrollador inmobiliario y animador televisivo– para hacerse una opinión de qué tipo de persona es Trump y cómo pretende desempeñar el cargo ocupado por primera vez por George Washington. También hay evidencia surgida del equipo que ha seleccionado, que incluye a una mezcla de hombres de negocios ricos, generales y activistas republicanos.

Sin duda, Trump es voluble. Dirá a The New York Times que el cambio climático es provocado por el hombre en un momento y prometerá a las regiones carboníferas que reabrirá sus minas en el siguiente. Sin embargo, eso no significa, como sugieren algunos, que uno deba siempre descartar lo que el presidente dice y esperar a ver lo que hace.

Cuando un presidente habla, no es fácil hacer una distinción entre la palabra y el hecho. Cuando Trump dice que la OTAN está obsoleta, como hizo ante dos periodistas europeos la semana pasada, hace a su obsolescencia más probable, aun cuando no emprenda acción alguna. Además, Trump ha sostenido desde hace tiempo creencias y actitudes que bosquejan las líneas de una posible presidencia. Sugieren que el optimismo trumpiano casi sin límites que muestran los hombres de negocios estadounidenses merece moderarse por los temores sobre la protección comercial y la geopolítica, así como las dudas sobre cómo Trump dirigirá su gobierno.

Empecemos con el optimismo. Desde la elección de noviembre, el índice Standard & Poor's 500 ha subido 6 por ciento para alcanzar niveles récord. Los sondeos demuestran que la confianza empresarial ha aumentado. Ambos reflejan la esperanza de que Trump recorte los impuestos corporativos, llevando a las empresas ha repatriar sus utilidades extranjeras. Seguiría un auge en el gasto interno que, combinado con la inversión en infraestructura y un programa de desregulación, impulsaría a la economía y estimularía los salarios.

Bien realizada, la reforma fiscal ofrecería beneficios duraderos, como también lo haría un meditado y cuidadosamente diseñado programa de inversión de estructura y desregulación. Si esos programas son mal ejecutados, sin embargo, existe el riesgo de una repentina inyección de entusiasmo mientras el capital persigue oportunidades que hacen poco por mejorar el potencial productivo de la economía.

Ese no es el único peligro. Si los precios empiezan a subir más rápidamente, se acumulará la presión sobre la Reserva Federal para que aumente las tasas de interés. El dólar subirá y los países que hayan amasado grandes deudas en dólares, muchos de ellos mercados emergentes, bien podrían colapsar. De una forma u otra, cualquier inestabilidad resultante devolverá el golpe a Estados Unidos. Si el gobierno de Trump reacciona a déficits comerciales más amplios con aranceles extra y barreras no arancelarias, entonces la inestabilidad se agravará.

Si Trump, desde el inicio, se dispusiera a involucrar a los exportadores extranjeros de países como China, Alemania y México en un conflicto en torno al comercio, haría un grave daño al régimen mundial que el propio Estados Unidos creó después de la Segunda Guerra Mundial.

En la misma forma en que Trump subestima la fragilidad del sistema económico mundial, malinterpreta la geopolítica. Aun antes de asumir el poder, Trump había despedazado el tejido en gran medida bipartidista y de décadas de antigüedad de la política exterior estadounidense. Ha menospreciado con desinterés el valor de la Unión Europea, a la cual sus predecesores siempre consideraron una fuente de estabilidad. Ha comparado a la canciller Angela Merkel de Alemania, el más cercano de los aliados, desfavorablemente ante el presidente Vladimir Putin de Rusia, un antiguo enemigo. Ha criticado ferozmente a México, cuya prosperidad y buena voluntad importa tanto a los estados sureños de Estados Unidos. En el caso más imprudente de todos, ha empezado a desgarrar los acuerdos cuidadosamente zurcidos de Estados Unidos con la superpotencia en ascenso, China, poniendo en peligro la relación bilateral más importante de todas.

La idea que corre por la diplomacia de Trump es que las relaciones entre los Estados siguen el arte de la negociación de acuerdos. Trump actúa como si pudiera obtener lo que quiere de Estados soberanos provocando peleas en las que luego está dispuesto a conciliar; a un precio, naturalmente. Su error es pensar que los países son como empresas.

En la realidad, Estados Unidos no puede alejarse de China en busca de otra superpotencia con la cual negociar sobre el Mar de la China Meridional. Las dudas que han sido sembradas no pueden ser erradicadas, como si todo el juego hubiera sido un ejercicio inocuo para descubrir el precio. Las alianzas que toma décadas forjar pueden debilitarse en meses.

Los tratos entre los Estados soberanos tienden a la anarquía porque, finalmente, no hay un gobierno global que imponga orden ni un medio de coerción salvo la guerra. Al deshacer el orden que Estados Unidos creó, y por el cual gana tanto, Trump está haciendo un mal negocio para su país.

Tan inquietante es esta perspectiva que plantea una pregunta más: ¿cómo funcionará la Casa Blanca de Trump? Por un lado, se tiene a los incondicionales del partido, incluido el vicepresidente Mike Pence, el jefe del Gabinete Reince Priebus y a los congresistas republicanos, encabezados por el representante Paul Ryan de Wisconsin y el senador Mitch McConnell de Kentucky. Por el otro, están los agitadores, particularmente el asesor presidencial Steve Bannon, el asesor comercial Peter Navarro y el asesor de Seguridad Nacional Michael Flyn. La lucha titánica entre la política normal y la insurgencia, mediada por la hija de Trump, Ivanka Trump, y su esposo, Jared Kushner, determinará exactamente cuán revolucionaria es esta presidencia.

Al asumir Trump el poder, el mundo está en ascuas. Desde la Oficina Oval, los presidentes pueden hacer una cantidad modesta de bien. Tristemente, también pueden hacer un daño inmenso.

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