Por Mario Ramos-Reyes

Filósofo político

Eligio Ayala fue un presidente y sobre todo un escritor fino y agudo en sus observaciones políticas, más aún cuando lo que estaba en riesgo era la actitud antirrepublicana, de amigos y adversarios. Es que, escribe, "cuando unos obedecen al deseo de venganza y están ajenos de todo amor público, y otros responden más a un interés de camarilla personalista y unitarias, no es posible la prosperidad ni la grandeza de la república". Escrito hace poco más de noventa años como parte de su mensaje al Congreso, en 1925, su juicio mantiene la frescura de los clásicos. Fíjese el lector, si me permite, las dos características de esa actitud antirrepublicana señalada por don Eligio.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Comenzaré con la segunda, la del interés de las camarillas. En efecto, una república supone que los representantes políticos de la ciudadanía posean una cultura de "tomar en cuenta" lo que la gente pide, y de entenderlo, y de ser responsables de su administración. Debido a eso, ser político con sentido republicano no es lo mismo que un político con sentido democrático. No es el éxito, sino la educación ciudadana lo que está en juego. Los administradores del poder conferido no serían más calculadores políticos. Su compromiso sería diferente. Su sentimiento y afectos serían de un pedigree más elevado. Habría, entre gobernantes y gobernados, una relación de ciudadanos al servicio de otros ciudadanos.

En concreto, una república entraña cierta educación y aún más, un civismo más allá de lo democrático, pues la relación entre gobierno y gobernados se entrelaza en una serie de gestos y lenguaje en donde, muy a menudo, los gobernantes ejercen una función docente hacia la ciudadanía. Y recíprocamente, los ciudadanos ejercen lo mismo. Existe un intercambio mutuo de determinadas virtudes; supone el testimonio de cierta vida ciudadana. Si una república es, como creo que es, la que le da consistencia y vertebración legal a una comunidad política; la forma al cuerpo político –ajena a la monarquía, distante del autoritarismo, diferente de los populismos– entonces, la educación en la misma no es puramente democratista. El ser republicano no se comunica con discursos populistas o dádivas recíprocas.

La democracia liberal antirrepublicana ha hecho de la libertad individual un dogma que, sin darse cuenta, está socavando la condición misma de la realidad política. Es el absolutismo de lo relativo.

La primera característica señalada, la de que unos obedecen al deseo de venganza y están ajenos de todo amor público, me parece que señala el punto clave de la república. ¿Qué quiero decir con esto? Que el deber republicano es hacia la patria en su forma constitucional y que exige, más que una suerte de beneficios que vengan dados desde arriba, de alguna generosa y mágica mano Estatal-celestial, un deber hacia todos. Republicano no es aquel que sucumbe a lo que el pueblo quiere, o lo que las mayorías desean como capricho legitimado por la demagogia de los puros números y así –como enfatiza Ayala– "las luchas políticas se convierten en una mísera rebatiña por intereses efímeros y egoístas". Una forma de gobierno se legitima solamente cuando la mayoría está en el poder, y lo gobierna para el bien de todos, pero limitando el poder.

Conviene, pues, repetir las ideas del sistema sobre lo que se asienta una república. El sistema entraña la rotación real en los cargos electivos y no la organización de los dinosaurios políticos; promoviendo la brevedad de los cargos públicos y la realidad de los mismos como una carga ciudadana y no el lugar del lucro económico propio. Nada más lejos de una educación republicana que ese estridente exigir derechos sin haber aportado algo primeramente al todo. Pero, entonces, ¿cómo se concretiza esa educación republicana?

Supone una pedagogía, la de la virtud cívica. Una pedagogía que para algunos reformadores actuales, más afines a hablar de competencia, presupuesto, profesionalismo, sistemas, relevancia práctica, les parecerá ajena, impracticable. La pedagogía de la virtud republicana está del lado humano del ciudadano, y que, sin ciertas cualidades o disposiciones –o virtudes sería más apropiado llamar– no podría autogobernarse. Virtudes como la sobriedad, la responsabilidad, la solidaridad, integridad, laboriosidad, respeto, etc,. que pertenecen a ese ámbito moral que no nace de forma natural sino supone una educación que se inicia en la familia y las comunidades intermedias. Y conlleva, por lo mismo, la pretensión de una serie de valores objetivos en donde apoyarse.

Esa es la convicción republicana y de su contenido moral cívico: de que existe un bien moral de la persona y que, en lo básico, coinciden. Por eso el límite puesto al poder. De ahí el freno al avance avasallador del Estado. No es otra la razón de reducir la influencia seductora de los conglomerados empresariales. Aquí subyace, creo yo, el punto de crisis de la democracia liberal contemporánea. Las repúblicas liberales actuales están demasiado embebidas en una visión de la vida humana en donde el objetivo moral es desdeñado y donde el pluralismo se entiende solamente si todo juicio de valor es dejado a la decisión de cada cual.

La democracia liberal antirrepublicana ha hecho de la libertad individual un dogma que, sin darse cuenta, está socavando la condición misma de la realidad política. Es el absolutismo de lo relativo. Es que, ¿quien juzga lo escandaloso, lo que es pornográfico o violento, o en muchos aspectos de la vida ciudadana? Aquello de "conciencia ética colectiva" –al decir de Eligio Ayala– ya no tiene asidero en la realidad. No obstante, el punto de partida de una república continúa, a pesar de todo, siendo válido. El que los seres humanos poseemos una realidad humana que nos fue dada y que a la misma se la auto-gobierna conforme a su naturaleza y no conforme a nuestros caprichos. Una república, al fin y al cabo, permite una elección y autogobierno pero de hábitos que nos hacen más plenamente humanos.

Dejanos tu comentario