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A finales del 2016, cuando los inversionistas se reunieron en Amsterdam para la quizás mayor conferencia –aunque anual– sobre la "inversión de impacto" social, el ambiente era optimista.
El concepto de invertir en activos que reditúen beneficios sociales o ambientales medibles, así como también beneficios financieros, ha recorrido un largo camino desde sus modestas raíces a principios del 2000. Entre los panelistas de la conferencia estaban representantes de dos de los mayores fondos de pensiones del mundo, TIAA, de los Estados Unidos, y PGGM, de los Países Bajos, y el brazo de gestión de activos de AXA, un gigante francés de seguros.
Como producto financiero, la inversión de impacto es un nicho que está avanzando hacia la corriente principal del sector. En los últimos dos años, Blackrock, el mayor gestor de activos del mundo, ha lanzado una nueva división llamada Impact. Goldman Sachs, un banco de inversión, ha adquirido una empresa de inversión de impacto, Imprint Capital. Dos empresas estadounidenses de capital privado, Bain Capital y TPG han lanzado fondos de impacto. Entre las instituciones, las fuentes de la demanda se han trasladado más allá de las fundaciones caritativas a los endurecidos fondos de pensiones y aseguradores.
El principal motor de toda esta actividad es la demanda de los inversores. Deborah Winshel, que encabeza Blackrock Impact, señaló la transferencia de riqueza a las mujeres y a los jóvenes, cuyos objetivos de inversión, dijo, trascienden los simples retornos financieros.
El sector también ha sido impulsado por una mayor atención de los responsables de la formulación de políticas y el desarrollo de los estándares de la industria. Organizaciones internacionales –como las Naciones Unidas y un grupo de trabajo global fundado bajo la égida del G8– han promovido inversiones de impacto. Organismos como el consejo de inversores y prestatarios que establece los Principios de Bonos Verdes, las directrices para los bonos destinados a proyectos ambientales, han ayudado a establecer normas comunes.
Las disputas de definición todavía afectan a la comunidad de la inversión de impacto. Para los seguidores, la inversión solo merece un estatus de "impacto" si se obtienen, tanto rendimientos cercanos al nivel del mercado, como una medida precisa del impacto no financiero: por ejemplo, de las emisiones de carbono ahorradas por un proyecto de energía renovable o del número de pobres que obtiene préstamos de una institución de microcréditos. Otros, sin embargo, incluyen la inversión filantrópica, en la que los beneficios financieros se sacrifican por mayores beneficios sociales o por tipos menos rigurosos de inversiones de buena voluntad.
Los cínicos pueden descartar la inversión de impacto señalándola como un arreglo de escaparates o vitrinas. De los más de 250.000 millones de dólares en activos gestionados en Zurich, solo US$ 7.000 millones se clasifican como inversiones de impacto. En el brazo de gestión de activos de Goldman, la inversión de impacto y la ESG (Environmental, social and governance) combinadas, representan solo 6.700 millones de dólares de un total de 1,35 billones de dólares en activos bajo gestión.
Eso implica ignorar la escala y el progreso que los grandes inversores institucionales han llevado al nicho de la inversión de impacto. Aunque US$ 7 mil millones es una porción minúscula de la cartera de Goldman, es enorme comparada con las inversiones incluso de los especialistas en inversión de impacto bien establecidos, tales como Leapfrog, cuyos compromisos totalizan alrededor US$ 1 mil millones.
La entrada de gigantes financieros intransigentes envía un mensaje importante sobre la inversión de impacto: lo ven como rentable para ellos y sus clientes. No es para que los inversionistas se sientan bien consigo mismos, sino que también quieren ganar dinero.