Por Esteban Aguirre
@panzolomeo
En las últimas semanas de mi existencia he entrado en comportamientos erráticos, digamos que poco usuales a mi normal trajinar. Terminé perdiendo una apuesta con mi hijo de 3 años de quién se animaba a pelar la cabeza así porque sí nomás. Públicamente "ya le cuento nomas ya" que eventualmente le voy a cobrar su picardía de hoyuelos pronunciados, yo terminé pelado y él con las patillas bien arregladitas.
Ahora cada vez que alguien me grita en la calle "¡Nde! ¡Breikin Bad!" emergen nuevas ideas para mi eventual dulce venganza. Preparaos para el caos joven Aguirre.
La segunda instancia de esta (anti) crisis existencial vino cargada con un poco más de tinta de lo imaginado. La idea de hacerme un tatuaje venía mareándose en mi cabeza hace ya mucho tiempo, parecía que era algo que tenía que hacer, una especie de rito de carácter perpetuo, ese momento en que decís: "bueno, si me tatúo algo, tiene que ser porque me alteró la vida; por ejemplo, la imagen de mi abuela surfeando un mar de fuego sobre una Hero Puch... o algo por el estilo". Yo era de ese pensar (sin la abuela surfista), de cargar de valor a ese acto, que asusta por su carácter definitivo, una vez que te pusiste tinta en el cuerpo ahí se queda.
Luego de una experiencia reveladora de casi dos días, entre definir con quien tenés una conexión para bajar tu idea o necesidad y dejarla marcada en la piel, conversar, llegar a un acuerdo económico, marcar una cita para el día siguiente (al tratarse de un tatuaje sin precedentes se necesita un tiempo para bajar la idea a papel), definir dónde vas a llevar este eterno recuerdo en el cuerpo, tomar dos, diez, Pilsen y finalmente llegado el momento tirarse a la pileta tipo bomba y disfrutar de las 3 horas de recibir una inyección tartamuda hasta que tu cuerpo logre la eventual metamorfosis de convertirse en lienzo. Como debe ser.
Si bien uno de los placeres que me regala el día a día es ser una persona que disfruta de soñar despierto, casi ya sé cómo ir hasta ese lugar en donde simplemente observar mi alrededor es el regalo de apreciar una película sin guión, un documental de uno mismo, de vivir el momento en tiempo presente.
El Tattoo Down Babylon, una experiencia de ya 7 años de buen andar, el cual nació en el imaginario de Walter, Lucas y Laucha, buenos amigos y excelentes profesionales, verdaderamente es un gran espacio para viajar dentro de la mente. En este sueño en particular tenía el constante recordatorio de dulce dolor en el brazo mientras veía a unos 40 tatuadores a mi alrededor, todos abrazados a algún parte del cuerpo ajeno, de personas con ganas de expresarse a través de poner arte en su cuerpo.
"Yo quiero algo sencillito, si podés hacerme la mirada mística de aquel jaguarete que una vez me perdonó la vida en el Chaco paraguayo te voy a agradecer kape", palabras con la cual René alias "El Descansado Obturador" intentaba comunicarse con el eventual tatuaje que nunca fue. "¿Conocés el Sr. Magoo?, ¿podes hacer que parezca que sale de mi pantalón?", todos requisitos volando en forma de palabras camino a convertirse en tinta. En un lugar que a medida que tu cuerpo se carga de una pantonera vas sintiendo cierta sensación de comunidad, una comunidad que te recibe a través de lejanos saludos con leve cara de sufrimiento, como sintiendo un dolor colectivo que eventualmente se convierte en un brindis propio.
Y es así como de un fin de semana turbulento y morrocotudo emerjo con un aprendizaje, un mirar distinto por transitar por calles poco visitadas, por estar incómodamente presente en un lugar que hoy me ofrece un asiento y una cerveza fresca para la charla. Entender que hay grandes historias de amor que se escriben sobre papel, pero saber que las mejores… se escriben sobre la piel.
¡Salú!