© 2016 Economist Newspaper Ltd, Londres. Todos los derechos reservados. Reimpreso con permiso.
Aunque se presenta como un director ejecutivo que puede cambiar al país, Donald Trump es una persona ajena al mundo empresarial estadounidense. Su operación comercial es diminuta para los estándares de las megaempresas de la nación, y pocos de sus jefes han siquiera considerado al presidente electo como un igual o un aliado.
No tiene "amigos" entre la élite empresarial, resopló un magnate del capital privado hace unas semanas; aunque indudablemente ahora él se unirá a la fila de ejecutivos que espera en la Trump Tower para congraciarse con el presidente electo y evaluar sus prioridades antes de que asuma el cargo.
Esos suplicantes pronto descubrirán que la actitud de Trump hacia los negocios tiene tres facetas contradictorias. Le entusiasma la idea de liberar el poderío del sector privado para revivir el crecimiento. Ciertamente hay mucho espacio para ello: el año pasado, las empresas estadounidenses invirtieron un mediocre 46 por ciento de su flujo de efectivo total.
Sin embargo, también es un populista que piensa que la economía está manipulada a favor de las grandes empresas y los capitalistas clientelistas, y es un proteccionista. En los próximos meses, estas tres facetas diferentes entusiasmarán, preocuparán y asustarán al mundo empresarial.
Empecemos, primero, con las cosas que les gustan a las compañías. Los planes fiscales de Trump han sido ridiculizados por los economistas, pero su amplio impulso será ampliamente popular entre las empresas.
Ha dicho que quiere reducir la tasa del impuesto corporativo de referencia de alrededor del 40 por ciento al 15 por ciento, al mismo tiempo que eliminaría una miríada de exenciones que permiten a las empresas eludir sus cuentas.
Trump también quiere hacer posible que las empresas regresen al país los alrededor de 2 billones de dólares de utilidades acumuladas que han almacenado en el extranjero, sin desencadenar una enorme cuenta fiscal en Estados Unidos.
Una amnistía, o una gran reducción de la tasa pagada, provocaría que las compañías repatriaran una gran cantidad de efectivo, aunque falta por ver si lo invierten o lo gastan o recompran acciones.
La propuesta guerra de Trump contra la burocracia también será popular. Fue ovacionado por un público compuesto por peces gordos empresariales en Nueva York cuando habló sobre el tema en septiembre.
Al revocar la Ley de Atención Médica Asequible del presidente Barack Obama, podría ayudar a las pequeñas empresas que se quejan de que están empantanadas por los requisitos burocráticos.
Si tiene éxito en poner un alto a los reguladores ambientales del país, eso debería significar un trato más indulgente a las industrias intensivas en la emisión de carbono, como la petrolera, la gasera y la carbonífera.
El 9 de noviembre, el precio de las acciones de Peabody Energy, una compañía carbonífera que está tratando de salir de la protección de bancarrota del Capítulo 11, aumentó en casi 50 por ciento.
El secretario de energía de Trump bien pudiera ser Harold Hamm, un pionero de la industria de la fracturación hidráulica en Dakota del Norte y otras partes.
Un auge en el gasto de infraestructura también caería bien a las empresas. Todas las compañías se quejan de las deterioradas carreteras de Estados Unidos y de los aeropuertos de finales de la era de Brezhnev. La industria de la construcción pudiera conseguir utilidades inesperadas; una razón por la cual un índice de acciones de empresas del sector se elevó 9 por ciento al día siguiente de la elección.
Si los recortes de impuestos, la desregulación y la nueva infraestructura son cosas que las compañías de todos los tamaños vitorearán, a las grandes les preocupa el segundo factor: la sugerencia populista de Trump de que la economía está manipulada contra los consumidores y los trabajadores comunes.
Si hubiera ganado, se habría esperado ampliamente que Hillary Clinton reforzara el aparato antimonopolio de Estados Unidos en respuesta a la creciente evidencia de que la competencia ha menguado en toda la economía y que las empresas dominantes se han vuelto demasiado poderosas.
Las señales de Trump sobre esto han sido confusas. En octubre, objetó la oferta de 109.000 millones de dólares de AT&T por Time Warner, un conglomerado de medios, la cual, dijo, conduciría a una concentración del poder corporativo.
Sin embargo, ha adoptado una línea más blanda sobre los altos precios para los medicamentos de la industria farmacéutica, y los precios de las acciones en ese sector se elevaron tras la noticia de su triunfo, tras declinar por las expectativas de que Clinton controlaría la fijación de precios.
Las políticas que impulsan la competencia y atacan al clientelismo tienen sentido, pero el riesgo es que, bajo el gobierno de Trump, pudieran escalar para convertirse en una confrontación populista y más desagradable con las grandes empresas. Esa es una vulnerabilidad particular para los dos grandes centros del poder de la economía estadounidense, Wall Street y Silicon Valley.
Trump quiere revocar la Ley Dodd-Frank, una ley mal hecha aprobada después de la crisis financiera mundial del 2008, destinada a volver a regular a los bancos. Los banqueros la desprecian.
Sin embargo, también ha propuesto separar la banca de inversión de la comercial y la banca minorista, lo cual sería una pesadilla para bancos universales como JP Morgan Chase, que ha pasado años miserables adaptándose a las reglas de hoy.
Silicon Valley también es un potencial punto álgido. Grandes compañías de plataforma como Facebook y Google son poderosas, rayando en lo arrogantes, y han sido abiertamente hostiles a Trump. Hasta ahora, él ha apuntado a lo que llamó las "tendencias monopolísticas" de Amazon, la compañía de comercio electrónico.
También es fácil imaginarlo objetando el trato de Uber a sus choferes o forzando a Apple a desbloquear los iPhones de los clientes con base en la seguridad nacional. Entonces, la visión liberal y disruptiva de Estados Unidos que tiene la industria de la tecnología se dispondría a chocar con la más nativista de Trump.
Sin embargo, es la tercera faceta de las ideas de Trump sobre los negocios, su proteccionismo, la que es más claramente mala para los negocios.
Desde que Trump cerró su primer gran trato en Manhattan a mediados de los años 70, construyendo el Hyatt Hotel en Grand Central Terminal, el Estados Unidos corporativo se ha aventurado mucho más lejos: 44 por ciento de las ventas del índice S&P de grandes empresas se hacen ahora en el extranjero.
Las compañías mundiales estarán bajo presión para ubicar más producción en el país. Durante la campaña, Trump criticó a Ford y Mondelez, una compañía alimentaria, por emplear a muy pocas personas en Estados Unidos.
Las guerras comerciales y los aranceles crecientes pudieran alterar gravemente a las cadenas de suministro: la industria automotriz estadounidense depende fuertemente de los proveedores de componentes en México.
Si Estados Unidos impone aranceles a las importaciones chinas, como ha dicho Trump que haría bajo su liderazgo, una respuesta obvia y lógica de China pudiera ser restringir las actividades de las multinacionales en un país donde cosechan ventas de 300.000 millones de dólares al año.
Muchos directores ejecutivos estadounidenses se dirán que Trump, cualesquiera que sean sus otros defectos manifiestos, comprende de negocios. Eso es cierto: tiene una percepción mucho más instintiva de las empresas y el capitalismo que Obama o Clinton.
En parte como resultado, sin embargo, también es un intervencionista. Cree que las empresas estadounidenses pueden ser un instrumento de su poder, que pueden ser compradas, intimidadas o reformadas para lograr un renacimiento nacional.
Su primera carrera, como supuesto magnate, dejó poca huella en el Estados Unidos corporativo. En la segunda, como político, su impacto pudiera ser profundo.