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Con la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, se declaró que la historia había terminado. La pelea entre el comunismo y el capitalismo había concluido. Después de una titánica lucha ideológica que comprendió las décadas tras la Segunda Guerra Mundial, regían supremos los mercados abiertos y la democracia liberal occidental.

A primera hora de la mañana del 9 de noviembre del 2016, cuando Donald Trump cruzó el umbral de los 270 votos del colegio electoral para convertirse en presidente electo de Estados Unidos, esa ilusión se hizo pedazos. La historia está de regreso, y con fuerza.

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El hecho del triunfo de Trump y la forma en que ocurrió son martillazos a las normas que apuntalan a la política en Estados Unidos y también al papel de Estados Unidos como la potencia preeminente del mundo.

Nacionalmente, una campaña aparentemente poco profesional y caótica ha humillado a una industria de consultores, expertos y encuestadores. Si, como ha amenazado, Trump se propone poner a prueba a las instituciones que regulan la vida política, nadie puede estar seguro de cómo se mantendrán en pie.

En el extranjero ha criticado la creencia, aceptada por todos los presidentes de posguerra, de que Estados Unidos obtiene ganancias por la tarea a menudo ingrata de ser la superpotencia mundial. Si Trump ahora se desentiende del mundo, ¿quién sabe qué tormenta se colará por la grieta?

La sensación de que las viejas certidumbres están desmoronándose ha sacudido a los aliados de Estados Unidos. El temor de que la globalización ha fracasado ha sacudido a los mercados. Aunque los británicos después del Brexit saben lo que se siente, el referendo en Gran Bretaña será eclipsado por las consecuencias de esta elección. El triunfo de Trump ha demolido el consenso. La pregunta ahora es, ¿qué ocupará su lugar?

Empecemos con la observación de que Estados Unidos ha votado no tanto por un cambio de partido como por un cambio de régimen. Trump fue llevado al poder por una ola de ira popular. Esta es avivada en parte por el hecho de que los estadounidenses comunes no han compartido la prosperidad de su país.

En términos reales, los ingresos del varón promedio siguen siendo más bajos que en los años 70. En los últimos 50 años, excepto por la expansión de los 90, los hogares de clase media han necesitado más tiempo para recuperar el ingreso perdido con cada recesión. La movilidad social es demasiado baja para sostener la promesa de algo mejor. La pérdida resultante de respeto por sí mismos no se ve neutralizada por unos cuantos trimestres de salarios al alza.

La ira ha sembrado odio en Estados Unidos. Sintiéndose víctimas de un sistema económico injusto, los estadounidenses comunes culpan a las élites en Washington por ser demasiado débiles y demasiado estúpidas para enfrentarse a los extranjeros y a las grandes empresas o, peor, creen que las élites mismas son parte de la conspiración. Repudian a los medios por ser condescendientes y partidistas y por estar tan desfasados y ser tan elitistas como los políticos.

Muchos votantes blancos de clase obrera se sienten amenazados por la declinación económica y demográfica. Algunos de ellos piensan que las minorías raciales están compradas por la maquinaria demócrata. Los estadounidenses rurales detestan los valores socialmente liberales que sus compatriotas urbanos les imponen al supuestamente manipular a la maquinaria en Washington. Los republicanos se han comportado como si trabajar con los demócratas fuera una traición.

Trump aprovechó esta ira popular de manera brillante. Aquellos que no pudieron convencerse de votar por él podrían preguntarse cómo la mitad de sus compatriotas estuvo dispuesta a pasar por alto su trato a las mujeres, su consentimiento a los xenófobos y su manifiesto desdén por los hechos. No hay razón para concluir que todos los votantes de Trump aprueben su comportamiento.

Para algunos de ellos, sus defectos son insignificantes al lado de Una Gran Verdad: que Estados Unidos necesita ser reparado. Para otros, la disposición a romper tabús fue prueba de que él es ajeno a la política. Como lo han expresado los comentaristas, sus votantes tomaron en serio a Trump pero no literalmente, mientras que sus críticos lo tomaron literalmente pero no en serio. La desafortunada Hillary Clinton quizá haya ganado el voto popular, pero defendió todo lo que los votantes enojados desprecian.

La esperanza es que esta elección resulte catártica. Quizá, en el poder, Trump sea pragmático y magnánimo, como fue en su discurso de aceptación. Quizá sea el rey Donald, un testaferro y tuitero en jefe que presida sobre un vicepresidente ejecutivo y un gabinete de personas competentes y razonables.

Cuando decida construir un muro contra México después de todo o concluya que una guerra comercial con China no es una idea sensata, a sus votantes no les importaría demasiado; porque solo esperaban que los hiciera sentir orgullosos y que pusiera a jueces conservadores en la Suprema Corte.

En realidad, uno casi puede imaginar un futuro en el cual el gasto en infraestructura extra, combinado con la desregulación, los recortes de impuestos, un dólar más fuerte y la repatriación de las utilidades corporativas, impulse a la economía estadounidense durante el tiempo suficiente para pacificar la ira. Este Trump más moderado incluso podría tomar su modelo de Ronald Reagan, un héroe conservador que también fue motivo de burlas y subestimado.

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