© 2016 Economist Newspaper Ltd, Londres. Todos los derechos reservados. Reimpreso con permiso.

(Nota: Este artículo es de la revista británica The Economist, y es una expresión de las opiniones de los editores de esa publicación, y no de los editores de cualquier otra publicación en que la que pudiera aparecer).

Una cuarta parte de los estadounidenses nacidos a partir de 1980 cree que la democracia es una mala forma de gobierno, muchos más que hace 20 años. Si los dos partidos principales se hubieran propuesto diseñar una contienda para alimentar las dudas de los votantes jóvenes, no podían haberlo hecho mejor que con la campaña presidencial de este año.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

La votación, el 8 de noviembre, está ahora a la vista, sin embargo muchos estadounidenses voluntariamente pasarían de nuevo por todo el ejercicio… con dos nuevos candidatos. Por supuesto, esa no es una posibilidad: el próximo presidente será Donald Trump o Hillary Clinton.

La decisión es difícil. La campaña ha ofrecido diariamente evidencia de que Trump sería un presidente horrible. Ha aprovechado las latentes tensiones raciales de Estados Unidos. Su experiencia, temperamento y carácter le hacen horriblemente inadecuado para ser el jefe de Estado de la nación hacia la cual el resto del mundo democrático mira en busca de liderazgo, el comandante en jefe de las fuerzas armadas más poderosas del mundo y la persona que controla el freno nuclear de Estados Unidos.

Eso nos impediría emitir un voto, si lo tuviéramos, a favor de Trump. Resulta que ofrece un conjunto de políticas que van con su personalidad. Un gobierno de Trump recortaría los impuestos a los más ricos al tiempo que impondría una protección comercial que elevaría los precios para los más pobres.

No estamos de acuerdo con él sobre medio ambiente, inmigración, el papel de Estados Unidos en el mundo y otras cosas más. Sus ideas sobre los ingresos y el gasto son un insulto a las estadísticas. Habríamos apoyado preferiblemente a Richard Nixon, incluso sabiendo que posteriormente se convertiría en un dolor de cabeza.

Nuestro voto, entonces es para Hillary Clinton. Aquellos que la rechazan simplemente porque es una Clinton, y porque detestan la maquinaria Clinton, no están poniendo atención a la bajeza moral de la alternativa.

Aunque, en sí mismo, eso no es tanto un apoyo, vamos más lejos. Clinton es una mejor candidata de lo que parece y es más adecuada para hacer frente al espantoso estado de la política de Washington de lo que admiten sus críticos. También merece prevalecer por sus propios méritos.

Como Trump, Clinton tiene ideas con las que no estamos de acuerdo. Su plan fiscal es complicado. Su oposición al acuerdo comercial con Asia al que antes defendió es decepcionante. La escala de estos defectos, sin embargo, se mide en incrementos diminutos en comparación con lo que propone Trump.

En muchos otros asuntos, sus políticas son las del centro pragmático del Partido Demócrata. Quiere encerrar a menos infractores no violentos, ampliar la provisión de la educación temprana e introducir la licencia paterna pagada.

Quiere continuar los esfuerzos del presidente Barack Obama para desacelerar el calentamiento global. En Gran Bretaña, su casa ideológica sería la corriente dominante del Partido Conservador, y en Alemania sería democristiana.

En cierto sentido, Clinton es revolucionaria. Sería la primera presidenta de Estados Unidos en los 240 años desde su independencia. Esta no es una razón irrebatible para votar por ella, pero sería un logro genuino.

En todos los demás sentidos, sin embargo, Clinton es una gradualista. Cree en el poder de los cambios pequeños combinados a lo largo del tiempo para producir unos más grandes.

La incapacidad para sonar como si estuviera ofreciendo una transformación de la noche a la mañana es una de las cosas que la hacen ser mala haciendo campaña. Ahora se espera que los candidatos presidenciales inspiren. Clinton habría sido más adecuada para el primer medio siglo de campañas presidenciales, cuando los candidatos ni siquiera ofrecían discursos públicos.

Sin embargo, un estilo prosaico combinado con gradualismo y trabajo duro representaría una presidencia más exitosa de lo que sus críticos admiten. En política exterior, en la cual el poder del presidente es mayor, Clinton miraría desde la Oficina Oval a un mundo que ha heredado algunos de los riesgos de la guerra fría pero no su estabilidad. El ascenso de China y la declinación de Rusia demandan tanto flexibilidad como dureza. Las instituciones internacionales, como Naciones Unidas, son débiles, y el terrorismo es transnacional.

El buen juicio y la experiencia son, entonces, esenciales y, pese a los intentos republicanos por mancharla por un ataque en Bengasi en el 2012, Clinton posee ambos. Como senadora hizo un sólido trabajo en el Comité de Servicios Armados, y como secretaria de Estado promovió las políticas del presidente en el extranjero hábilmente.

Su visión de Estados Unidos tiene mucho en común con la de Obama. Clinton argumentó correctamente a favor del involucramiento temprano en Siria. Tiene una visión más clara de la capacidad de Estados Unidos para hacer el bien, mientras que su ex jefe está más alerta a los peligros de las buenas intenciones.

Sin embargo, la diferencia es de matiz. Clinton ayudó a sentar las bases para poner fin al embargo a Cuba, forjar un pacto nuclear con Irán y llegar a un acuerdo con China sobre el calentamiento global. Una presidencia de Clinton edificaría sobre esto.

El interrogante más difícil es cómo gobernaría Clinton internamente. Seguramente no es una coincidencia que los votantes cuya conciencia política se despertó en los años entre el intento de impugnación del presidente Bill Clinton y la chabacanería de Trump tengan una opinión tan baja de su sistema político.

Durante las últimas dos décadas, el estancamiento político y las calumnias se han normalizado. Recientes sesiones del Congreso han suspendido al gobierno, coqueteado con un incumplimiento soberano y promulgado pocas legislaciones sustantivas. Incluso aquellos conservadores inclinados a confundir la inacción con el gobierno limitado están hartos.

En las elecciones, en ocasiones hemos esperado que el Congreso y la presidencia sean controlados por partidos diferentes. Algunos que no pueden convencerse de votar por Trump, pero a quienes no les importa tampoco Clinton, optarán por esa opción. Sin embargo, la pérdida del Congreso incrementaría las posibilidades de una reforma del Partido Republicano que tanto el partido como Estados Unidos necesitan.

De ahí que nuestro voto sea tanto para Clinton como para su partido. En parte porque ella no es Trump, pero también con la esperanza de que pueda demostrar que la política común funciona para la gente común; el tipo de renovación que requiere la democracia estadounidense.

Déjanos tus comentarios en Voiz