Por Alex Noguera

Periodista

Cuando abrió la puerta de la choza y entró esa noche, sus pequeños hijos corrieron a su encuentro. Saltaron sobre él y le abrazaron de las piernas. Él miró a su mujer, quien con un beso de bienvenida le preguntó cómo le había ido. El rostro sonriente fue piedra, el dique que sostenía esa sonrisa no cedió ante la presión del agua del infortunio y se mantuvo firme. La mentira fue respuesta y de sus labios escaparon dos palabras: "Sin problemas".

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Tras la cena salió para atender a los animales. Quería darles una merecida ración extra a sus cansados bueyes. La jornada había sido larga. Se acercó al establo y cargó alimento en las bateas. Giró para verter agua del cubo y vio su carreta. Con la yema de los dedos, con cariño, recorrió esa vieja piel de madera como agradeciéndole y se fijó en las arrugas que el tiempo le habían regalado. También acarició la nueva e innoble cicatriz que ese día había recibido en la vereda maldita.

Esto no era Sherwood ni Barnsdale, donde se esconden los forajidos de Robin Hood, pensó. Tampoco era la cuidad de Nottingham, cargada de sus injusticias. Y sin embargo, los tiempos habían cambiado. Los ladrones, los salteadores de caminos habían migrado hacia su comarca a tal punto que la vía principal ahora era conocida como la vereda maldita.

Con un hondo suspiro recordó cómo esa misma mañana se había levantado muy temprano, antes de salir el sol, había uncido los bueyes y partido rumbo al gran mercado para llevar a la venta sus productos.

Había oído algo sobre los nuevos peligros y consideró exageradas las advertencias de sus vecinos, así que se santiguó y emprendió la marcha.

Cuando alcanzó la vereda maldita, se disponía a disfrutar de esa apacible mañana. No había canto de aves. Demasiado apacible, reflexionó, y tarde comprendió la razón. En el cruce de caminos, dos hombres se le acercaron. Una voz gruesa, mezcla de carcajada y burla, le saludó. Eran mendigos o algo peor. El hombre mostraba sus dientes cariados al hablar y sin ningún arrepentimiento también exhalaba un tufo de vino agrio. De su boca salían zalamerías. Le hacía ver la suerte que tenía por ser dueño de tan hermosa carreta y de lo afortunado que era por la carga –tapada con carpa– que llevaba, que seguro era valiosa. Él le ofrecía leerle la fortuna a cambio de unas moneditas para que nada malo le sucediera.

Tuvo miedo. Intentó que sus bueyes avanzaran, pero eran lentos. El machete golpeó la carne del vehículo y quedó preso. El mendigo hizo un esfuerzo y lo arrancó, mostrando el brillo del filo. Más que una advertencia, era una amenaza. O aceptaba "sus servicios"... o quién sabe qué.

Con la yema de los dedos, con cariño, recorrió esa vieja piel de madera. También acarició la nueva e innoble cicatriz que ese día había recibido en la vereda maldita.

De su bolsillo sacó unas monedas de cobre y las entregó. Recordó que no hacía mucho uno de sus vecinos había bajado del carro para reclamar un abuso semejante y recibió una bofetada y una patada en el trasero. Tuvo que huir. Y aunque denunció a los serviciales correcaminos, a las pocas horas salían libres de nuevo, pero con un mensaje de venganza. Las autoridades eran cómplices, pensó. No había guardias que vigilaran, el alcalde solo pensaba en recaudar, pues ni los caminos eran reparados en forma.

Azuzó a los animales y dejó atrás el peligro. Eso pensó, equivocadamente. Un trecho más adelante, en el siguiente cruce de caminos una réplica de los anteriores mendigos lo esperaban, también para ofrecerle buena fortuna a cambio de unas monedas.

No tuvo que pensar mucho. Nuevamente metió la mano en la bolsa y "donó" el cobre por el intangible servicio recibido. Con los dedos esa noche pudo contar las veces que tuvo que entregar su dinero y su dignidad en esa vereda maldita, que antes era conocida por el nombre de Cacique Lambaré.

Contó: En Cacique y Guaraníes, la primera; en Cacique y Augusto Roa Bastos, la segunda; en Cacique y Pedro Juan Caballero, frente al Superseis, la tercera; en Cacique y Yacaré Valija, la cuarta, y en Cacique y Fernando de la Mora, la quinta. Cinco veces de ida al Mercado de Abasto y otras cinco de regreso.

Diez veces al día los que transitan por la vereda maldita son extorsionados por los limpiavidrios. Por más limpio que esté el parabrisas, en el siguiente semáforo "necesitará" una nueva limpieza o los mendigos se tornarán violentos. No se puede adelantar. El semáforo está en rojo. La trampa es perfecta. En el medio de la avenida construyeron una divisoria de cemento que hace que los conductores queden presos, a merced de los forajidos.

¿Y las autoridades? En Nottingham recaudan.

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