Por Alex Noguera
Editor / Periodista
Colombia. Es el nombre que hoy para los paraguayos significa dolor. Haber perdido 0-1 por la Eliminatorias hace que toda la estantería del Mundial se incline como si fuera a caer, como un anciano sobre su bastón.
Y es que la fiesta que convocó a miles de personas en el Defensores y a millones tras la pantalla creó una enorme frustración que exige una válvula de escape. La gente busca alivio. Unos culpan al entrenador, como si esa fuera la solución, o hacen castillos en el aire ilusionados con ganarle a un gigante como Argentina, aprovechando que no está su paladín Aquiles.
Y sin embargo ese dolor es tan ínfimo como el del niño que hace berrinches y lloriquea porque se le rompió su juguete preferido, mientras, desde la vereda de enfrente, otro niño lo mira y se lleva la mano a la panza para calmar el requerimiento exigente del estómago vacío.
Colombia es dolor llevado al paroxismo. Colombia vino y el jueves nos dio una lección de humildad mediante el deporte. Colombia hace unos días también enseñó al mundo la más profunda muestra de dignidad. Su pueblo expresó su voluntad a través de un plebiscito y con la frente en alto optó por seguir contra una atrocidad que se inició el 14 de mayo de 1964 con el nombre de Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia o simplemente FARC. Tras 52 años de existencia, este grupo asesino hoy cuenta con casi 17.500 integrantes, 6.700 de ellos armados.
En más de medio siglo el pueblo colombiano sintió en carne propia la indefensión ante el obligado oprobio de este grupo criminal que transitó con el salvajismo, lucró con el narcotráfico y jugó a ser Dios con la vida de sus compatriotas.
El gobierno del presidente Santos ofrecía dejar atrás los atentados con bombas; el asesinato de civiles, policías y militares; el secuestro por dinero o por chantaje; la siembra de minas antipersonales; la destrucción de casas y edificios.
Pero este dolor no tiene perdón porque las bestias reclutaron menores, se cebaron con ellos, los usaron como esclavos sexuales y luego de lavarles el cerebro les dieron armas para convertirlos en uno de ellos. El dolor no tiene perdón porque esas madres sintieron cómo esos animales les arrancaron a la fuerza a sus hijos para romperlos, como ese juguete del niño que llora y hace berrinches.
Esas madres, esos padres, esos hermanos y hermanas dijeron no a la impunidad, aunque signifique seguir en guerra. Las FARC ofrecen resarcimiento a las víctimas, ponen precio al dolor causado y es una afrenta más que cometen porque la familia y la vida no tienen precio.
Es inútil echar margaritas a estos cerdos, ellos jamás las apreciarán. Viven en las nubes autoproclamándose libertadores, luchadores sociales, revolucionarios y creyéndose decentes, pero no pasan de ser la ralea más baja de criminales.
En todo el mundo hay grupos que causan dolor como en Colombia. Paraguay no es la excepción. Unos dirán que acá tenemos al EPP, aunque ni se compare en poder con las FARC. Y sin embargo hay otros que viven en la nubes. No entienden. Creen que tienen la razón. Ellos son poder. Toman resoluciones que afectan las vidas de otros. Su decisión mata. Abajo, por ejemplo, las enfermeras gritan porque no quieren ser esclavas, como si los inquilinos de arriba fueran inmortales y como si nunca fueran a necesitar de una que les pase un vaso de agua en el tramo final de su vida. Desde el último piso del Palacio de Justicia esos gritos no se oyen.
Viven en la nubes. No entienden. Creen que tienen la razón. Ellos son poder. Toman resoluciones que afectan las vidas de otros. Su decisión repercute en toda la Universidad Nacional. Afuera, los alumnos les reclaman honestidad y ellos se sienten ofendidos y se atornillan en sus cargos, ciegos y sordos, como un berrinche. Saben que su tiempo pasó y que deben dejar lugar, pero tienen miedo.
Viven en las nubes. No entienden. Creen que tienen la razón. Ellos son poder. Toman resoluciones que afectan las vidas de otros. Con su decisión regalan dinero ajeno y luego se "arrepienten" cuando el público no aplaude las ocurrencias.
La dignidad no tiene precio, no se compra, aunque dure 52 años. El pueblo colombiano lo sabe. Pueden arrancarle las entrañas, pero dirá no. Ese fue el mensaje del plebiscito. Es un mensaje que deben entender los que viven en las nubes. El poder, así como la vida tiene límite. Y cuando acaba, resuena la voz de la familia o de los oprimidos.