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En septiembre de 1.843, el The Liverpool Mercury informaba sobre una gran manifestación sobre el libre comercio en la ciudad. El Royal Amphitheatre estaba repleto. John Bright, un nuevo integrante del Parlamento, habló elocuentemente sobre los beneficios de eliminar las tasas a los alimentos importados. Bright dijo a su audiencia que, mientras estuvo en campaña, había explicado "cómo albañiles, zapateros, carpinteros y todo tipo de artesano sufrirían si el comercio del país era restringido". Su discurso en Liverpool fue ovacionado rotundamente.

Es difícil de imaginar, 173 años más tarde, que un político occidental sea alabado por defender el libre comercio. Ninguno de los candidatos en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos es un campeón. El republicano Donald Trump, incoherente en tantos frentes, es claro en esta área: la competencia desleal de los extranjeros destruyó los puestos de trabajo en casa. Él amenaza con desmantelar el North American Free Trade Agreement, retirarse de la alianza Trans-Pacific Partnership (TPP) y comenzar una guerra comercial con China. Para su descrédito, la demócrata Hillary Clinton ahora también denuncia el TPP, un pacto que ella ayudó a negociar.

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En Alemania, uno de los mayores exportadores del mundo, decenas de miles de personas salieron a las calles a principios de este mes para marchar en contra de un acuerdo de comercio propuesto entre la Unión Europea y los Estados Unidos.

La reacción contra el comercio es solo un síntoma de una ansiedad generalizada por los efectos de las economías abiertas. El voto por el Brexit en Gran Bretaña refleja la preocupación por el impacto de la migración sin restricciones sobre los servicios públicos, el empleo y la cultura. Las grandes empresas son ferozmente criticadas por depositar reservas en el extranjero para evadir impuestos.

Estas críticas contienen algo de verdad: Se debe hacer algo más para ayudar a las personas que pierden debido a la apertura del comercio. Sin embargo, hay un mundo de diferencia entre mejorar la globalización y revertirla. La idea de que la globalización es una estafa que solo beneficia a las corporaciones y a los ricos no podría ser más errónea.

La primera prueba es la gran mejora en el nivel de vida a escala global en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial y que fue sustentada por una explosión en el comercio mundial. Las exportaciones de bienes aumentaron del 8% del PIB mundial, en 1950, a casi el 20% medio siglo más tarde el crecimiento impulsado por las exportaciones y la inversión extranjera han sacado de la pobreza a cientos de millones de personas en China y las economías desde Irlanda a Corea del Sur se han transformado.

Claramente, los votantes occidentales no están muy convencidos por esta extraordinaria transformación en la suerte de los mercados emergentes. En los Estados Unidos, los beneficios globales del libre comercio son igualmente indiscutibles. Las empresas exportadoras son más productivas y pagan salarios más altos que las que proveen solo al mercado interno. La mitad de las exportaciones de los Estados Unidos se dirige a países con los que tiene un acuerdo de libre comercio, a pesar de que sus economías representan menos de una décima parte del PIB mundial.

El proteccionismo, por el contrario, perjudica a los consumidores y hace poco por los trabajadores. Esta situación los afecta más a ellos que a los ricos. Un estudio de 40 países encontró que los consumidores más ricos perderían el 28% de su poder adquisitivo si el comercio transfronterizo terminara, pero los de la décima parte inferior perderían un 63%.

El costo anual para los consumidores estadounidenses de cambiar a neumáticos no chinos después que el presidente Barack Obama aplicara aranceles antidumping en el 2.009 fue de alrededor de US$ 1,1 mil millones, según el Instituto Peterson de Economía Internacional. Eso equivale a más de US$ 900.000 por cada uno de los 1.200 puestos de trabajo que fueron "salvados".

La apertura ofrece otros beneficios. Los migrantes mejoran no sólo sus propias vidas, sino también las economías de sus países de origen: los inmigrantes europeos que llegaron a Gran Bretaña desde el 2.000 han sido contribuyentes netos al fisco, agregando más de US$ 34 mil millones a las finanzas públicas entre el 2001 y el 2011. La inversión extranjera directa (IDE) está generando competencia, tecnología, conocimientos de gestión y empleo, y esta es la razón por la cual las medidas más que cautelosas de China para fomentar la IDE son decepcionantes.

Nada de esto pretende negar que la globalización tiene sus defectos. Desde la década de 1.840, los defensores del libre comercio han sabido que, a pesar del gran beneficio de la mayoría, algunos pierden. Muy poco se ha hecho para ayudar a estas personas.

Tal vez una quinta parte de los aproximadamente 6 millones de empleos netos perdidos en la industria manufacturera estadounidense, entre 1.999 y el 2.011, se derivó de la competencia china. Muchos de los que perdieron puestos de trabajo no encontraron otros nuevos. En retrospectiva, los políticos en Gran Bretaña estaban demasiado despreocupados acerca de las presiones que la migración de los nuevos estados miembros de la Unión Europea del este de Europa iba a generar en los servicios públicos. Si bien no hay protestas en las calles por la rapidez y la inconstancia en las mareas de capital a corto plazo, su flujo y reflujo a través de las fronteras a menudo resultó perjudicial, sobre todo en los países endeudados de la zona euro.

El argumento a favor de la apertura comercial sigue siendo parecido al de 1843. Hay más - y más variadas - oportunidades en economías abiertas que en las cerradas y, en general, una mayor oportunidad genera mejores resultados para la gente.

Desde la década de 1.840, los defensores del libre comercio sostienen que las economías cerradas favorecen a los poderosos y perjudican a las clases trabajadoras. Tenían razón entonces. Y también tienen razón ahora.

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