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Por naturaleza, no ansían estar bajo los reflectores. Sin embargo, durante la última década la atención se ha centrado en los banqueros centrales de manera constante, y crecientemente hostil. Durante la crisis financiera, la Reserva Federal y otros bancos centrales fueron elogiados por sus acciones: al recortar las tasas e imprimir dinero para comprar bonos, evitaron que una crisis se convirtiera en depresión.

Ahora, no obstante, su distintiva política de mantener bajas o incluso negativas las tasas de interés está en el centro del mayor debate macroeconómico en una generación.

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Los banqueros centrales dicen que la política monetaria ultra laxa sigue siendo esencial para apuntalar a las economías aún débiles y alcanzar sus metas inflacionarias.

Esta semana, el Banco de Japón prometió mantener los rendimientos sobre los bonos del gobierno a 10 años en alrededor de cero. El 21 de setiembre, la Reserva Federal postergó una vez más un aumento de tasas. Tras la votación del Brexit, el Banco de Inglaterra ha recortado su principal tasa de referencia a 0,25 por ciento, la más baja en sus 300 años de historia.

Sin embargo, a un creciente coro de críticos le preocupan los efectos del mundo de tasas bajas, un lugar patas arriba donde a los ahorradores se les cobra una comisión, donde los rendimientos sobre una gran fracción de la deuda gubernamental del mundo rico vienen con un signo de menos y donde los banqueros centrales importan más que los mercados al decidir cómo se asigna el capital.

Los políticos han metido su cuchara. Donald Trump, el candidato presidencial republicano, ha acusado a la presidenta de la Fed, Janet Yellen, de mantener las tasas bajas por razones políticas. El ministro de Finanzas de Alemania, Wolfgang Schäuble, culpa al Banco Central Europeo por el ascenso de Alternativa para Alemania, un partido derechista.

Este es un debate en el cual ambos bandos están muy equivocados. Es demasiado simplista decir que los banqueros centrales están causando el mundo de tasas bajas, porque también están reaccionando a él.

Las tasas de interés reales a largo plazo han estado declinando durante décadas, impulsadas por factores fundamentales como las poblaciones en envejecimiento y la integración de una China rica en ahorros en la economía mundial.

Ni tampoco han sido imprudentes. En la mayor parte del mundo rico, la inflación está por debajo de la meta oficial. En realidad, en cierta forma los bancos centrales no han sido lo bastante audaces. Solo ahora, por ejemplo, el Banco de Japón ha prometido explícitamente superar su meta inflacionaria del 2 por ciento. La Fed aún parece ansiosa de elevar las tasas tan pronto como pueda.

Sin embargo, se está acumulando la evidencia de que las distorsiones causadas por el mundo de tasas bajas están creciendo aun cuando las ganancias están disminuyendo. Los déficits del plan de pensiones de las compañías y los gobiernos locales se han inflado porque cuesta más cumplir las promesas de pensiones futuras cuando las tasas de interés caen.

Los bancos, que normalmente ganan dinero por la diferencia entre las tasas a corto y a largo plazo, pasan apuros cuando las tasas son bajas o negativas. Eso perjudica a su capacidad para hacer préstamos incluso a los que son dignos de ellos. Las tasas interminablemente bajas han distorsionado a los mercado financieros, lo que garantiza una gran liquidación si las tasas aumentaran repentinamente. Entre más se prolongue esto, mayores los peligros que se acumulan.

Para vivir con seguridad en un mundo de tasas bajas, es hora de ir más allá de la dependencia de los bancos centrales. La reformas estructurales para incrementar los índices de crecimiento subyacentes tienen un papel vital, pero sus efectos se materializan solo lentamente y las economías necesitan auxilio ahora.

La prioridad más urgente es reclutar a la política fiscal. La herramienta principal para combatir las recesiones tiene que trasladarse de los bancos centrales a los gobiernos.

Para cualquiera que recuerde los años '60 y '70, la idea parecerá familiar e inquietante. En ese entonces, los gobiernos dieron por sentado que era su responsabilidad estimular la demanda. El problema fue que los políticos fueron buenos reduciendo impuestos e incrementando el gasto para impulsar la economía, pero inútiles para revertir el rumbo cuando ese estímulo ya no fue necesario. El estímulo fiscal se volvió sinónimo de un Estado cada vez más grande.

La tarea hoy es encontrar una forma de política fiscal que pueda revivir la economía en los malos tiempos sin atrincherar al gobierno en los buenos. Eso significa ir más allá de la respuesta estándar a los llamados de más gasto público: es decir, inversión en infraestructura.

Para ser claros, el gasto en infraestructura productiva es bueno. A gran parte del mundo rico le vendría bien carreteras de cuota, ferrocarriles y aeropuertos nuevos, y nunca será más barato construirlos. Para manejar el riesgo de los proyectos tipo elefantes blancos, debería involucrarse a socios del sector privado desde el principio. Los fondos de pensiones y seguros están desesperados de activos perdurables que generen los ingresos constantes que han prometido a los jubilados. Los fondos de pensión especialistas pueden aconsejar sobre los méritos de un proyecto, con la vista puesta en eventualmente comprar los activos en cuestión.

Sin embargo, el gasto en infraestructura no es la mejor manera de apuntalar una demanda débil. Los proyectos de capital ambiciosos no pueden ser encendidos y apagados para ajustar la economía. Su planeación es una pesadilla, su realización toma mucho tiempo y corren el riesgo de empantanarse en la política.

Para ser eficaz como herramienta contracíclica, la política fiscal debe imitar las mejores características de la política monetaria de la era moderna, en la cual los bancos centrales independientes pueden actuar de inmediato para relajarla o restringirla según lo requieran las circunstancias.

Los políticos no entregarán –y no deberían entregar– las grandes decisiones presupuestarias a los tecnócratas. Sin embargo, hay maneras de hacer que la política fiscal esté menos politizada y sea más responsable. Los concejos fiscales independientes, como la Oficina para la Responsabilidad Presupuestaria de Gran Bretaña, pueden ayudar a despolitizar las decisiones del gasto público, pero no hacen nada por acelerar la acción fiscal.

Para ello, se necesita más automaticidad, enlazar parte del gasto a los cambios en el ciclo económico. La duración y generosidad de los beneficios de desempleo pudieran vincularse a la tasa de desempleo general en la economía, por ejemplo. Los impuestos sobre las ventas, las deducciones del impuesto sobre la renta o las asignaciones libres de impuestos sobre el ahorro pudieran variar de manera similar en línea con el estado de la economía, usando la tasa de desempleo como estrella polar.

Parece improbable que todo esto pudiera suceder. Los bancos centrales han tenido que asumir demasiada responsabilidad desde la crisis financiera porque los políticos han fallado hasta ahora en asumir la suya. Sin embargo, cada nuevo giro en la política monetaria ultralaxa tiene menos poder y más desventajas. Cuando llegue la próxima recesión, este tipo de munición fiscal será desesperadamente necesaria.

Solo es necesario que se afecte a una pequeña porción del gasto público para que la política fiscal sea un arma eficaz en el combate a la recesión. En vez de culpar a los banqueros centrales del mundo de tasas bajas, es hora de que los gobiernos les ayuden.

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