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"Disrupción" quizá sea la palabra de moda en las salas de consejo, pero la característica más asombrosa de los negocios actualmente no es el trastocamiento del orden establecido. Es el atrincheramiento de un grupo de empresas superestrella en el corazón de la economía mundial.
Algunas de estas son compañías antiguas, como General Electric, que se han reinventado. Algunas son poderosas empresas de los mercados emergentes, como Samsung, que han aprovechado las oportunidades ofrecidas por la globalización. La élite de la élite, sin embargo, son los magos de la alta tecnología –Google, Apple, Facebook y el resto– que han formado imperios corporativos con base en bits y bytes.
Las superestrellas son admirables en muchas formas. Producen bienes que mejoran la vida de los consumidores, desde smartphones más inteligentes hasta televisores más nítidos. Cada año, ofrecen a estadounidenses y europeos un estimado de 280.000 millones de dólares de servicios "gratuitos", como búsquedas o indicaciones de direcciones.
No obstante, tienen dos grandes defectos. Están aplastando a la competencia y están usando las artes más oscuras de la administración de negocios para permanecer a la cabeza. Ninguno de los dos es fácil de resolver, pero al no hacerlo se corre el riesgo de una reacción negativa que será mala para todos.
El ganar fuerza es una tendencia mundial. El número anual de fusiones y adquisiciones ha aumentado a más del doble de lo que era en los años 90. La concentración, sin embargo, es más preocupante en Estados Unidos. La participación del PIB generado por las 100 empresas más grandes de ese país se elevó de alrededor de 33 por ciento en 1994 a 46 por ciento en el 2013. Los cinco bancos más grandes representan 45 por ciento de los activos bancarios, respecto de 25 por ciento en el 2000. En la casa del emprendimiento, el número de empresas emergentes es menor de lo que ha sido en cualquier momento desde los 70. Están muriendo más compañías de las que están naciendo. Los fundadores sueñan con vender sus empresas a una de las gigantes, en vez de crear sus propios titanes.
Para muchos tipos partidarios del laissez-faire, esto es solo un problema temporal. La tecnología moderna está reduciendo las barreras de entrada, y las empresas establecidas débiles serán destruidas por las más pequeñas y más ágiles. Sin embargo, la idea de que la concentración de mercado se corregirá sola es más cuestionable de lo que era antes. Un crecimiento más lento alienta a las compañías a comprar a sus rivales y reducir costos. Las compañías de alta tecnología se vuelven más útiles para los clientes cuando atraen a más usuarios y cuando recolectan aun más datos sobre esos usuarios.
El peso de las superestrellas también refleja su excelencia en actividades menos productivas. Un 30 por ciento de la inversión directa extranjera mundial fluye a través de refugios fiscales, y las grandes empresas rutinariamente usan "la fijación de precios de transferencia" para fingir que las utilidades generadas en una parte del mundo de hecho se consiguen en otra. Los gigantes también despliegan enormes ejércitos de cabilderos, llevando a Bruselas, donde 30.000 cabilderos ahora recorren los corredores de la Unión Europea, las mismas técnicas que perfeccionaron en Washington. Las leyes estadounidenses como la Sarbanes-Oxley y la Dodd-Frank, por no hablar del código fiscal de Estados Unidos, penalizan a las pequeñas empresas más que a las grandes.
Nada de esto ayuda a la imagen de los grandes negocios. Pagar impuestos parece ser inevitable para los individuos pero opcional para las corporaciones. Las reglas son inflexibles para los ciudadanos, pero están abiertas a la negociación cuando se trata de las empresas.
Las utilidades tampoco se traducen en empleos como anteriormente. En 1990, los tres principales fabricantes de autos en Detroit tenían una capitalización de mercado de 36.000 millones de dólares y 1,2 millones de empleados. En el 2014, las tres principales compañías en Silicon Valley, con una capitalización de mercado de más de un billón de dólares, tenían solo 137.000 empleados.
El enojo ante esto es comprensible, pero un deseo incipiente de criticar a las empresas deja a todos peor. El desencanto con las políticas a favor de las empresas, particularmente las reglas de inmigración liberales, ayudó a los partidarios del "dejar" a ganar el referendo del Brexit en Gran Bretaña y ayudó a Donald Trump a apoderarse de la nominación republicana. El proteccionismo y el nativismo solo reducirán los niveles de vida. Controlar a los gigantes requiere un escalpelo, no un púlpito.
Eso significa un enfoque firme pero considerado ante problemas como la evasión fiscal. Los países de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico ya han hecho progresos en trazar reglas comunes para evitar que las empresas estacionen dinero en los refugios fiscales, por ejemplo. Tienen más que hacer, no menos abordar la conveniente ficción de que las diferentes unidades de las multinacionales son realmente compañías separadas. Mejor el trabajo monótono de la negociación multilateral, sin embargo, que las acciones como el reciente intento de la Comisión Europea para imponer impuestos retrospectivos a Apple en Irlanda.
La concentración es incluso un problema más difícil. Estados Unidos en particular ha adoptado el hábito de dar el beneficio de la duda a las grandes empresas. Esto tenía cierto sentido en los '80 y los '90, cuando compañías gigantescas como General Motors e IBM estaban siendo amenazadas por rivales extranjeros o nuevas empresas nacionales. Es menos defendible ahora que las compañías superestrella están tomando el control de mercados enteros y encontrando nuevas maneras de atrincherarse.
Así que, por todos los medios, celebremos los asombrosos logros de las compañías superestrella de hoy. Sin embargo, también vigilémoslas. El mundo necesita una dosis saludable de competencia para mantener a los gigantes de hoy en alerta y dar a aquellas compañías que están a su sombra la oportunidad de crecer.