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A Eira, una venezolana de 38 años de edad, le gustaba ir de compras. Ahora se para al lado de estantes vacíos en un supermercado de Caracas. El venezolano promedio pasa 35 horas al mes haciendo fila en busca de alimentos. Los pocos productos de este supermercado incluyen Zucaritas de Kellogg's, con su caricatura del tigre extrañamente pálida; supuestamente para hacer al empaque más amigable con la ecología pero, según piensan muchos venezolanos, más probablemente como resultado de una escasez de tinta.
La falta de productos refleja el hecho de que Venezuela, dirigida por el presidente Nicolás Maduro, está en caída libre. El FMI espera que la producción se contraiga en 10 por ciento este año y la inflación alcance el 700 por ciento. Las empresas están postradas. El país nunca ha sido rico, pero tener las reservas petroleras más grandes del mundo alguna vez significó que muchos ciudadanos podían permitirse comprar marcas extranjeras. Ahora no.
Las compañías han luchado desde hace tiempo contra los controles de precios, extrañas leyes laborales, la amenaza de expropiación y, desde el 2003, las restricciones monetarias. El desplome de los precios petroleros ha expuesto aún más la fragilidad del sistema. Conforme el valor del bolívar ha caído, las empresas con utilidades en la moneda local han reportado grandes pérdidas: Por ejemplo, Merck, el fabricante de medicamentos estadounidense, anunció un golpe a sus ingresos de 876 millones de dólares para el 2015.
Para la mayoría de las compañías no hay solución fácil. Hace dos años, Clorox, que hace productos para el hogar, decidió salir del país. Eso significó renunciar no solo a las ventas, sino también a los activos. El gobierno confiscó sus fábricas.
Un enfoque más común ha sido "desconsolidar" una subsidiaria. Cuando las reglas de un país son tan restrictivas que una compañía matriz no puede controlar sus operaciones locales, las reglas contables estadounidenses permiten a una empresa marcar a su subsidiaria al valor de mercado y clasificarla como inversión.
Los ingresos de la compañía matriz ya no reconocen las utilidades atrapadas en Venezuela, pero la subsidiaria continúa existiendo. Goodyear y Ford lo han hecho. El costo de la amortización que acompaña a la medida puede ser alto –para Procter & Gamble fue de la asombrosa cantidad de 2.100 millones de dólares–, pero esto permite a las compañías mantener cierta presencia en Venezuela con la esperanza de que el país algún día se recupere.
Las que se han quedado operan en un atolladero. El gobierno controla dónde se venden los productos, explicó Risa Grais-Targow de Eurasia, un grupo de investigación, y a menudo dirige los productos a los barrios donde quiere estimular el apoyo político. Las refacciones y suministros son escasos. Muchas empresas son creativas: Coca-Cola Femsa, una embotelladora mexicana propiedad en parte del gigante refresquero estadounidense, tiene poca azúcar, por ejemplo, así que está haciendo refrescos de dieta.
Para los empleados en las compañías que quedan, la perspectiva es sombría. Las amenazas de arresto de los empleados son comunes, ya que Maduro culpa de la escasez de artículos esenciales a una guerra económica supuestamente librada por las compañías extranjeras y locales para generar descontento. Las compañías no pueden permitirse elevar los salarios al ritmo de la inflación. Algunas al menos están cubriendo unas cuantas necesidades básicas importantes: muchos trabajadores llevan sus almuerzos de la cafetería a sus casas, para compartirlos con sus familias.
Dadas estas condiciones, un ex ejecutivo de una multinacional que está basado en Caracas piensa que las compañías extranjeras están aferrándose por demasiado tiempo. Indudablemente, esperan que su tenacidad les beneficie si, y cuando, surja un nuevo régimen.