Por Toni Carmona

La palabra asesino, según el Diccionario de la Academia, proviene del árabe, concretamente de la palabra hachís, estupefaciente obtenido de la resina del cáñamo índico, es decir, de la marihuana.

La historia de la palabra hace alusión a una secta musulmana minoritaria, de extremo fanatismo, de hace unos cuantos siglos, cuyos guerreros se daban valor y aceleraban su salvajismo animándose previamente con abundante hachís.

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Como en casi todas estas historias remotas, más que certeza, hay leyenda, lo que sí es que la palabra existe con esa significación, tal cual está registrada en el emblemático diccionario de la lengua española. Y así ha pasado a la historia.

No es extraño, por demás, que combatientes de todas las latitudes llegados al horror de la guerra se hayan levantado el ánimo, el valor y, sobre todo, ahuyentado el miedo y el espanto con algún estimulante con un condimento de alucinógeno y desinhibidor de los instintos; y no está en mi ánimo desprestigiar a la marihuana, que cada vez tiene más veredictos a favor que en contra; y la mente humana es capaz de provocar fanatismos sin necesidad de la ayuda más que de su propia capacidad de delirar.

Nos cuenta, incluso, la leyenda que Caín mató a Abel por envida, con la disculpa de una disputa por un plato de lentejas.

De hecho, los fanatismos políticos, ideológicos y religiosos han producido las batallas más terribles, incluso entre hermanos, compatriotas "correligionarios" en el sentido político que le damos aquí, y en el de los que profesan la misma religión.

Pequeños deslices en la lectura de un libro sagrado o de un manifiesto político, mínimas diferencias de interpretación han dado lugar a muchas de las más tenebrosas guerras de la humanidad. Y baste un repaso a la historia para poner en duda en muchos casos el valor que le damos a la palabra humanidad.

Aquí cabe retomar la historia del hachís. Cuando el humano alimenta su salvajismo y se declara elegido, superior a los demás, dueño del derecho de vidas y haciendas ajenas, cualquiera sea la borrachera que lo exalta, llega a envilecerse hasta el punto de poder torturar y destruir de las formas más crueles y miserables a su semejante.

Puede convencerse de que hace un acto heroico cargando a una criatura de bombas para hacerla explotar en un lugar público sin importar matar a quién, comenzando por el menor convertido en explosivo.

Y hay un dato más que tener en cuenta en la historia original de los asesinos: son generalmente grupos minoritarios, que pierden cualquier otro sentido de ubicación o inteligencia que no sea el terror y el asesinato, para imponerse, ya que no tienen convocatoria.

Como en el caso de los asesinos que tenemos, sus palabras no tienen valor, dicen luchar contra oligarcas y atacan a gente del pueblo llano, aterrorizan y chantajean a los humildes. Se embanderan con una supuesta causa popular y no tienen ningún pueblo que los respalde.

Es decir, con la mente obnubilada, por el hachís, por el alcohol, por el fanatismo, por el delirio de grandeza, tan frecuente, de políticos y predicadores de considerarse "el único salvador", "el único líder", "el único elegido de cualquier dios o profeta o iluminado que le venga a la cabeza, y, por lo tanto, investido con sus propias atribuciones, con derecho a emplear la violencia contra cualquiera que no le reconozca su luminosa superioridad.

La lengua, pese a lo que creen los académicos y los escritores, la acuñan los pueblos. De ahí que se haya acuñado y perdure esta palabra asesino, como pervive el mal que nombra, pues hay que diferenciarlo del criminal, del homicida.

Y aquí la palabra humanidad nos queda equívoca, cuando vemos con qué salvajismo podemos destruirnos los humanos los unos a los otros, como podemos odiarnos los unos a los otros, hasta el punto de perder la cordura en base al delirio de la omnipotencia, que es mucho más alucinógeno y enceguecedor y peligroso que el hachís.

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