Con el fin de los Juegos Olímpicos Brasil cierra un capítulo de su historia en el que mostró al mundo que es capaz de organizar los mayores eventos deportivos del planeta. ¿Pero valió la pena el titánico esfuerzo?

La esperanza dio lugar a un sabor agridulce con las masivas manifestaciones callejeras del 2013 contra la corrupción y los gastos en el Mundial de fútbol del 2014 en vez de en salud, educación o transporte públicos, de pésima calidad.

Y la tormenta perfecta que se cebó desde entonces se abatió sobre Brasil en el 2016, en plena preparación de los Juegos, bajo los proyectores del mundo entero: crisis política y recesión económica históricas, desempleo récord y un colosal escándalo de corrupción en su empresa estatal más preciada, Petrobras.

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El telón ha caído. ¿Qué queda para Río de Janeiro, para el país entero?

Lejos quedaron los gloriosos días llenos de posibilidad y de autoconfianza del 2009, cuando miles de cariocas estallaron en júbilo en la playa de Copacabana en medio de una tormenta de confetti al ver en una pantalla gigante cómo Río era elegida como la primera sede de unos Juegos Olímpicos en Sudamérica.

En la televisión vieron cómo el entonces presidente Lula lloraba y abrazaba a Pelé en Copenhague, envuelto en la bandera auriverde.

El niño analfabeto que lustraba zapatos en la calle, que se hizo obrero metalúrgico, líder sindical, enemigo de la dictadura y presidente en su cuarto intento había logrado lo que nadie antes. Pero hoy un clima de pesimismo se cierne sobre el país.

El hombre que ocupa el despacho presidencial en Brasilia, Michel Temer, no fue electo en las urnas y muchos brasileños lo consideran ilegítimo.

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