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Compañías de bailarines tibetanos giraban piezas largas de seda. Hombres con sombreros rojos con borlas blandían espadas. Caballos con finas sillas de montar galopaban en tropel alrededor del estadio.
La semana pasada, el festival cultural Guesar comenzó en Yushu, en las provincias occidentales chinas de Qinghai. Los locales se reunieron para la celebración de tres días de destreza equina, de carreras de yak y de canto y danza tibetana. Fue solo uno de los muchos festivales que se celebran en la meseta tibetana durante los meses de verano.
Sería un recurso fácil describir los cambios recientes en este tipo de festividades como una indicación de la represión a la cultura tibetana. La ceremonia de apertura del evento Guesar, alguna vez enteramente gratuito, ahora es pagada y muchos asientos están reservados para los funcionarios públicos.
La policía se alineó a lo largo de la valla perimetral y, durante una actuación, 13 hombres uniformados con chalecos protectores, cascos y máscaras caminaron a través del campo. En una rara señal de disidencia, solo unos pocos entre la multitud –aparte de los funcionarios del Estado– se pusieron de pie para el canto del himno nacional de China.
Pero la historia es más sutil, todavía. En esta parte de la meseta, fuera del Tíbet propiamente, el gobierno chino mantiene la estabilidad mediante un ingenioso equilibrio entre la represión y la tolerancia. Permite la libertad en algunas esferas para evitar que ansiedades que se cuecen a fuego lento sobre el futuro de la cultura tibetana y el budismo terminen hirviendo y desbordando todo.
Eso contrasta con la región autónoma oficial del Tíbet, el hogar de menos de la mitad de los 6,3 millones de tibetanos de China, donde varios disturbios antichinos estallaron en el 2008. Ahí, en la calle, funciona un sistema de vigilancia conocido como la "malla", cuyos miembros recopilan información de la comunidad para los funcionarios del Estado.
Grupos de cinco a 10 hogares firman contratos comprometiéndose a no crear problemas. En Lhasa, las personas pueden ser encarceladas por llevar o exhibir imágenes del Dalai Lama, pero en otros lugares en la meseta son meramente reprendidas.
El nivel exacto del control en Qinghai no está claro. Algunos vecinos se quejaron de que el evento de julio fue más pequeño que los anteriores debido a que el gobierno tiene "miedo" de grandes concentraciones de tibetanos. El año pasado un monje tibetano murió tras prenderse fuego en Yushu solo unas semanas antes de la fiesta y, desde el 2011, más de 140 tibetanos protestaron contra el dominio chino de la misma desesperada manera.
Sin embargo, los festivales de Yushu simplemente pueden estar perdiendo frente a eventos en otros lugares: los visitantes a la región autónoma del Tíbet, que tiene varias celebraciones similares, aumentaron cinco veces desde el 2007 hasta el 2015.
El gobierno de China argumenta que este tipo de festivales demuestra la protección y el desarrollo de la cultura tibetana. Ciertamente, no son mera propaganda dirigida a extranjeros: muchos habitantes locales vinieron al festival Guesar y el ambiente era relajado.
En el segundo día, la seguridad fue más floja y los tibetanos instalaron carpas de colores y se permitieron un día de campo en las praderas de Batang, al sur de la ciudad. A la noche, la policía permitió una hoguera –en el mismo lugar donde algunas personas se inmolaron– y la multitud se unió a la danza tradicional tibetana. Incluso los policías bailaban.
En algunas partes tibetanas de la vecina provincia de Sichuan, de donde son casi un tercio de los que se han quemado, la imagen es menos feliz. Al mismo tiempo que la fiesta del caballo en Yushu, algunos edificios estaban siendo destruidos en las provincias de Sichuan, en Larung Gar, uno de los centros mundiales de aprendizaje del budismo tibetano, de acuerdo con grupos de protesta fuera de China, y miles de monjes y monjas eran desalojados.
Las autoridades chinas afirman que se está trabajando para mejorar las condiciones de vida.