Por Pablo Noé
Editor general adjunto
pnoe@lanacion.com.py
Corrían los años 90. Era un adolescente fanático de "Smell like teen spirit", de Nirvana, cuando en el colegio tuve mi primer contacto con una computadora, en un curso de introducción al apasionante y misterioso –en aquel entonces– mundo de la informática. Un universo bastante monótono, en el que DOS, Wordstar y Norton Commander eran los programas básicos que uno debía conocer para involucrarse en este nuevo paradigma.
Como todo chico apasionado, que se sentía privilegiado al acceder a este tipo de capacitaciones, decidí que uno de mis amores eternos, esos que duran un verano, era dedicarme a esta profesión. Soñaba con lo que sería el futuro y las necesidades de conocer a profundidad esta área del conocimiento. Reflexionaba sobre lo que decían los docentes, que le atribuían un poder gigante a la tecnología en nuestras vidas, en aquella proyección de tiempo, que es nuestro presente actual.
Aunque después los vientos cambiaron y la vida me llevó por otros destinos, estoy convencido que ni los expertos informáticos de la época, ni los soñadores empedernidos que dábamos nuestros primeros pasos en el tema, teníamos una vaga idea de la influencia de la tecnología en nuestro actual andar cotidiano.
Este aspecto de cohesión de conceptos entre el mundo real y virtual es uno de los principales desafíos que tenemos que afrontar en el proceso comunicativo educacional hoy. Agregándole una serie de factores que influyen de diversa manera en la concepción que tenemos de nuestro universo vital, como la globalización, el rápido desarrollo de nuevas aplicaciones que aceleran procesos de maduración, lo que acortó el plazo de cambio generacional que antes se daba entre padres e hijos, cuando que ahora la diferencia entre hermanos ya es muy marcada.
Este aspecto de cohesión de conceptos entre el mundo real y virtual es uno de los principales desafíos que tenemos que afrontar en el proceso comunicativo educacional hoy.
La atención dispersa, producto de la sobrecarga de estímulos, es la constante, en donde los mensajes ya no seducen por su contenido, sino por el contexto en el que son emitidos. En ocasiones, lo difícil no es descifrar el código, sino identificar el emisor. Cuidar que los receptores capten la idea que se pretende instalar es el principal compromiso del comunicador.
Las agendas de interés se establecen aleatoriamente de acuerdo a cada publico objetivo, lo que imposibilita pensar en una sola fórmula generalizada como la clave que garantice el éxito absoluto. La competencia de temas se amplificó al extremo y cuando se habla de un tema estrictamente político, no se puede reducir el universo de competencia al área, sino que uno debe sopesar la importancia de la aparición de uno de los bichos de Pokemon Go, como potente distractor que puede desarticular todo un esquema meticulosamente montado.
Este escenario que se replica en cada punto del planeta va estableciendo una lógica que tiene una dinámica propia. Para muchos esta puede ser una manera de equiparar distancias y acceder a beneficios que antes eran impensados, como el conocimiento y un público extremadamente masificado. Sin embargo, es como una moneda con dos caras, que trae beneficios innumerables, pero casi la misma cantidad de dificultades que se deben superar.
Si el proceso educativo formal sigue de espaldas a todo este esquema de acceso a la información, estaremos más cerca de perder la batalla que de subirnos al tren del éxito. Si cada núcleo familiar deja de aprovechar este fenómeno para obtener ventajas, estaremos condenados al fracaso. La responsabilidad en este proceso es fundamental para entender los alcances del trabajo que queda por delante y capitalizarlo. Los resultados posteriores serán radicalmente diferentes. Trabajemos para optimizar nuestras posibilidades.