Por Pablo Noé
Editor general adjunto
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Cuando los errores son tan grandes, en pruebas que son cruciales, la nota es necesariamente un aplazo gigante. Si bien estas equivocaciones deberían impulsarnos a replantearnos las cosas, esta parece ser la peor parte, no aprendemos la lección, seguimos por un derrotero tortuoso que nos empuja al sufrimiento permanente. La causa Curuguaty nos mostró una vez más la distancia abismal que existe entre el intangible ideal de justicia y los dictámenes derivados de nuestro sistema judicial.
El último episodio de esta triste historia, la lectura de la condena a los acusados, no hizo más que completar el rompecabezas que increíblemente se fue elaborando para que la farsa fuera completa. No existe otra calificación posible para condenar a una persona a 35 años de pena privativa de libertad sin que exista un elemento objetivo que probara su culpabilidad, una realidad sostenida por el propio fiscal de la causa, Jalil Rachid, quien aseguró públicamente que no tenía forma de comprobar que quienes fueron imputados –y posteriormente condenados– mataron a los seis policías abatidos.
No podemos olvidar a los 11 campesinos abatidos en aquella fatídica jornada del 2012. La investigación directamente negó su existencia, denigrando el dolor de las familias enlutadas y omitiendo a la sociedad de un elemento fundamental en una investigación seria, tomar todos los elementos de un hecho para sopesarlos. Es imperdonable que no se haya incluido en una carpeta fiscal la muerte de tantas personas, ocurrida en un suceso y lugar común al de los policías. Es inconcebible que se haya postergado o minimizado el hecho, cuando existen fuertes denuncias de ejecución.
Fracasamos como sociedad porque seguimos soportando una estructura política judicial que nos deglute impunemente, utilizando nuestros legítimos intereses como combustible que impulsa su voracidad, sin que existan límites para tanta codicia.
Estas aristas son tal vez las más destacadas sin olvidar las pruebas irrisorias que planteó el Ministerio Público dentro de un proceso totalmente mal encarado; la propiedad de las tierras en cuestión que pertenecen al Estado; la acusación de asociación criminal contra una comunidad en busca de tierras para su subsistencia. Un montón de factores no menores que acompañaron a la causa desde el inicio y que cual historia predecible de bajo presupuesto todos sabíamos que decantaría en este final.
La partidización de las manifestaciones no hizo más que tergiversar el análisis, empobreciendo el debate. En esta causa emblemática no entran a tallar ideologías ni intereses sectarios, porque el tema de fondo es entender la manera en la que la Justicia paraguaya actúa con total arbitrariedad, y los perjudicados somos todos los ciudadanos. Evidentemente existe una fuerte influencia de grupos de poder que siempre tuercen los fallos hacia sus intereses, lo que también tiene que mover a la población para seguir exigiendo que estas prácticas definitivamente dejen de ser costumbre en el país.
Fracasamos como sociedad porque seguimos soportando una estructura política judicial que nos deglute impunemente, utilizando nuestros legítimos intereses como combustible que impulsa su voracidad, sin que existan límites para tanta codicia. Fracasamos porque somos títeres de un esquema que nos posiciona en segundo plano, un papel secundario en el que solo los privilegiados tienen garantía de satisfacción. Fracasamos porque todo parece que va a continuar de la misma manera y somos incapaces de emanciparnos a tanta injusticia.
Duele sabernos desprotegidos de todo respaldo legal, ya que en la instancia encargada de administrar justicia lo que menos existe es garantía de objetividad y ecuanimidad producto de un proceso. Ya lejos quedó en el tiempo aquella causa del incendio del supermercado Ycuá Bolaños, en donde el mal sabor de la injusticia quedó impregnado en miles de personas. Curuguaty sigue el mismo camino, rumbo al olvido, el que desnuda lo mal que estamos.