Por Antonio Carmona.
La instalación de un busto del magnífico Agustín Barrios Mangoré en el Teatro Municipal es un acto de reconocimiento que estaba pendiente, ya que cuando quiso despedirse del público paraguayo, antes de emprender una gira que no sabía cuánto duraría, en el histórico y principal escenario Nacional Municipal, le fue negado el derecho por las autoridades de entonces. Valga la reparación aunque haya tardado tanto.
Según la historiografía oral, popular y no tanto, ya que radio so'o es escuchada y propalada desde los más humildes, con escasa formación educativa, hasta los doctores, que coleccionan títulos universitarios, Agustín Pío Barrios, cansado de no tener eco entre sus compatriotas, en un ataque de rabia, porque le negaron el Teatro Municipal para un concierto, organizó un concierto en la Plaza Uruguaya, apoyado únicamente por su hermano Francisco Martín Barrios, poeta y teatrero;
cargaron sillas hasta la mítica plaza y armaron un escenario karape, para el público que quisiera escucharlo, en lo que sería su última presentación en el Paraguay. Hizo su concierto del adiós y partió una vez más, pero ésta para nunca más volver.
Verdad a medias y mentira por partida doble, como suele ser la chismografía nacional.
Mangoré ya había recorrido el Paraguay dando exitosos conciertos, había sido reconocido y apoyado por maestros de la música y, desde luego, por el gran público.
Yo prefiero la versión del Último Rabelero, Arturo Pereira, músico, actor, gran conocedor y lector del Paraguay profundo, quien explicaba el concierto placero de despedida como un acto de protesta contra la claque cultural, para reivindicar el espacio del nacimiento de la música paraguaya, que se había desarrollado en las plazas, en las "retretas" placeras populares, donde tantos otros creadores crecieron y crearon la música que refleja como pocas expresiones el ser paraguayo.
El maestro Viriato Díaz Pérez, que admiraba a Mangoré antes de ser Mangoré, fue el promotor de su primera gira por la región, lo presentó a un influyente hombre de prensa porteño con un escueto y significativo mensaje: "Este indio tiene cuentas pendientes con la justicia artística del Paraguay, y si regresa al país será sometido al proceso de la incultura ambiente. Si le encuentra valor, se lo salve llevándolo a Buenos Ares".
Le encontraron tanto valor que volvió 12 años después de recorrer toda la región deslumbrándola con su música. Se fue, renovó e internacionalizó su alma musical, y, al volver, tan paraguayo como siempre, pero más universal, esa élite, "la justicia artística del Paraguay", le cerró las puertas del teatro.
Fue ahí que se produjo el famoso concierto "uruguayo", de un ya célebre Barrios desprofetizado en su tierra, con el que se despidió para nunca más volver en persona, ya que su música nunca se fue y, desde entonces, cada vez vive más cerca y más intensamente en el Paraguay.
Como dijo Augusto Roa Bastos, que tanto sabía del exilio, "Barrios nunca quiso ni pudo disimular la nostalgia que en sus andanzas sentía por su tierra. Y esta nostalgia fue quizás una de las más dolorosas compañías de su vida": Habría que añadir, cosa que Roa no gustaba ensalzar, uno de los motores de su tremenda obra. Mientras más extrañaba su aldea, más profundamente calaba en "su ser y su no ser".
Barrios, que programó "sus muertes y sus resurrecciones" ya que le tocó leer el anuncio de su muerte en la prensa, está detrás de esta presencia, ahora perenne, en el teatro que le fue negado alguna vez. El talento termina imponiéndose sobre "La justicia", las claques, más que élites, de la mediocridad y el oscurantismo. Su música se burló de las prohibiciones y de los jueces, atravesó fronteras y resonó en todo el Paraguay, en teatros y plazas, como en todo el mundo.
Es el valor de una gran obra que representa a un artista y a un "Valle", resucitando por los siglos de los siglos.