Por Pablo Noé

Editor general adjunto

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Operativo de agentes especiales de la Senad, confusión, abusos. Resultado, una niña de 3 años muerta. Días antes, en un sangriento hecho, en plena ciudad de Pedro Juan Caballero, asesinan a un "empresario de frontera" acusado de ser uno de los principales líderes que operan en el narcotráfico en la zona. La intervención policial, fiscal y judicial fue nula, las investigaciones del caso, en las mismas condiciones.

Esta es la realidad con la que tenemos que convivir en un Paraguay que soporta las incongruencias más groseras. Instituciones escuálidas para afrontar desafíos cada vez más complejos, ante los que se ofrece una mirada testimonial, casi obligada y distante. Sin analizar las cuestiones de fondo que pudieran cambiar este escenario. La inercia nos empuja a los ciudadanos a cobijarnos en la rutina, amparados en el "a nosotros no nos va a pasar" como respaldo inconsciente.

Los reclamos no pasan de ser un adorno en una agenda en donde las prioridades están marcadas por la supervivencia extrema. Seguir un libreto en el que desde una pose se declaren las frases más sensibles, pero el compromiso termina en ese lugar. Desde allí, pensar en involucrarse, es aventurarse a una situación absolutamente alejada del ciudadano promedio.

Las autoridades pasan, los nombres cambian y los desafíos presentan casi siempre los mismos escollos, que no son insalvables. Unas movidas sirven para que el statu quo permanezca hasta que otro hecho pudiera llegar a indignar a la gente. Una tarea que no requiere más que acciones periféricas que muevan piezas intrascendentes para pretender cambiar sin que nada verdaderamente cambie.

Duele vivir en un país tan insensible como el que estamos construyendo. En el que la vida vale el precio de una bala. En el que los derechos están limitados al papel sin que se tenga una cultura en donde se intente imponer los mismos como garantía de calidad de vida de todos quienes habitamos en esta sociedad.

Esta sociedad que estamos edificando de manera tan errónea, abre las puertas a los nostálgicos, que con mucha retórica y poca memoria añoran tiempos idos en donde la garantías estaban marcadas por una mano sangrienta que levantaba o bajaba el pulgar de acuerdo a los intereses del único líder. Y aunque es parte de un pasado perverso, es la añoranza de un montón de personas que siguen esperando que el brazo largo del poder marque el destino, sin importar a dónde nos lleve el mismo.

Cuando no valoramos la legislación existente, y dejamos que las autoridades abusen de su poder, incluso robando vidas, y justifiquemos que la seguridad está por encima de todo, estamos abriendo la puerta a un nefasto verdugo que opera impunemente por encima de nuestras existencias. Así, en lugar de tomar el protagonismo real que debiéramos ejercer, lo que dejamos es que todo pase por la voluntad externa de un superior que nos oriente los pasos, una condición inhumana e imperdonable para quienes deseamos vivir en pleno uso de las libertades.

La vida de la pequeña niña, víctima del criminal e irracional accionar de los agente de la Senad, no se va a recuperar, el dolor de su familia será eterno. La indignación de la gente en poco tiempo apuntará a otro tema, y desviaremos la mirada hacia lo que marque el pulso de la opinión pública. Esta dolorosa realidad demuestra la manera cruel en la que vivimos en Paraguay.

El país que soñamos debe sacudirse de esta mediocre condición, desperezarse de la abulia y reaccionar ante tanto sufrimiento que soportamos inocuamente. Tenemos que reaccionar y exigir resultados, para evitar más muertes increíbles. No esperar que la ruleta caiga en contra nuestra, y lo que nos movilice sea el dolor de formar parte de la lista de víctimas de tanta violencia y arbitrariedad.

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