Por Roberto Izurieta, analista internacional, escritor, catedrático

Desde 1985, Perú no ha tenido un presidente que pertenezca a la tradicional y privilegiada clase alta local. El último intento de "volver al pasado" se produjo cuando Vargas Llosa perdió contra Alberto Fujimori en 1990. Luego de su derrota, Vargas Llosa se fue a vivir a Europa.

Ese proceso de emigración política de la clase alta tradicional peruana tiene varios escenarios. Durante los setenta y los ochenta, estos sectores comenzaron a abandonar los tradicionales barrios de Lima (Miraflores, Barranco y San Isidro) y se instalaron en nuevos y más lejanos sectores: con más sol y apartados de la bulla de nuevos grupos sociales emergentes que ocuparían los antiguos barrios tradicionales y la política.

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Un eco de esa retirada del núcleo del acontecer político y social se reflejó en el surgimiento de una nueva clase política liderada por un rejuvenecido Apra (bajo la conducción de Alan García) y de actores políticos de sectores sociales emergentes (Ollanta Humala, Alejandro Toledo y Alberto Fujimori). Las nuevas expresiones políticas ya no provenían de las constantes dictaduras ni de la Lima tradicional, blanca y privilegiada.

Luego de constatar que los sectores políticos emergentes no constituían una amenaza al modelo económico (ni a los intereses) de las clases tradicionales del viejo Miraflores y San Isidro, éstas se sintieron cómodas con la nueva división de poder: ya no tenían que ser actores políticos activos para defender sus tesis de manejo económico. El nuevo modus vivendi político dio tranquilidad, estabilidad y produjo crecimiento económico en el Perú de los últimos 25 años.

Cansados del tráfico insostenible e inmanejable que supone ir y volver cada día de Lima, y tras el fin de las amenazas del terrorismo de los 90s, segmentos de la Lima tradicional retornarían a San Isidro (Miraflores, sin embargo, ya no era una opción porque estaba totalmente ocupado por una clase media con pujante vocación comercial).

El regreso al viejo San Isidro es una especie de heraldo del retorno de los sectores tradicionales peruanos al corazón de la política nacional. Parte de lo que ocurre en esta segunda vuelta electoral del Perú es fruto del entusiasmo de estos sectores que se reencuentran para que uno de los suyos (PPK) pueda volver a la Presidencia de la República por primera vez en 30 años.

De esta manera, revelan que siempre tuvieron el anhelo de conquistar el último peldaño que les falta para consolidarse como la clase dominante en Lima y en el Perú: recuperar el poder político y ejercerlo de manera directa.

Cuando la noche de la elección veía salir en el balcón de PPK a todos los personajes que representan a una sola clase social y económica, me daba mucha pena porque creo en un país integrado, inclusivo y que las divisiones (conscientes o inconscientes) no deben definirse por la raza, la posición social o económica.

Esta nueva fuerza aglutinó en las últimas semanas de la segunda vuelta electoral a los sectores privilegiados de San Isidro, los grandes medios de comunicación y un Gobierno en retirada para cerrarle el paso a Keiko Fujimori. La joven política, como el nombre de su partido lo postula, representa una Fuerza Popular que abarca un amplio espectro de la sociedad peruana.

El partido de Fujimori obtuvo la mayoría del Congreso en la primera vuelta y casi el 40% de los votos. La amplia representatividad de los Populares se refleja en su presencia y victoria en todas las regiones del país. Comentaristas locales coinciden en explicar la posición del gobierno de Ollanta Humala, que se sumó a la lucha para evitar que gane Keiko, no solo por cálculos y afinidades políticas sino también para evitar que se pueda juzgar a su esposa, Nadine Heredia, por un sonado caso de irregularidades en gastos de la campaña electoral (el Caso de Las Agendas).

El análisis de la campaña pone en evidencia un curioso fenómeno que se materializó en la última semana de la elección. Mal que bien Keiko Fujimori lideraba las encuestas de manera casi estable, con cinco puntos de ventaja durante casi toda la campaña de la segunda vuelta. La última semana de campaña,

Keiko Fujimori solo bajó un punto en la intención de voto (esto como resultado de los ataques de estos influyentes poderes agrupados contra ella). Al propio tiempo, el PPK subiría 4 puntos, produciéndose el empate técnico que se resolvería con una diferencia de menos del 0.2% de los votos a favor de PPK.

¿Qué pasó esa semana? ¿Cómo explicar lo ocurrido? Muchos elogian la conducción de la campaña y la candidatura de PPK, y le quitan méritos a la de Keiko.

Sin embargo, la verdad es que PPK sube esos cuatro puntos principalmente (y quizás únicamente) por una razón casi matemática: la izquierda (que es militante, y por tanto más disciplinada, que partidaria) instruye a sus votantes que no voten nulo (porque eso permitiría ganar a Keiko Fujimori) y que, por el contrario, voten directamente por PPK. No ocultan sus razones: buscan impedir que Keiko gane la presidencia.

Verónika Mendoza, la líder de la izquierda (quien casi le gana a PPK en la primera vuelta) ordena a la militancia que evite el voto nulo –la primera opción que había contemplado la izquierda- y vote por PPK. Esto ocurrió en la crucial última semana de campaña, en la que la intención de votar nulo baja de 11% a 6%. Este evento histórico y verificado, permite concluir que Verónika Mendoza y solo ella, le da el triunfo a PPK.

La pregunta que surge a renglón seguido es evidente ¿porque entonces Keiko Fujimori no pactó con Mendoza? La respuesta no es difícil: Porque el fujimorismo tiene una historia de haber terminado con la guerrilla de Sendero Luminoso y el MRTA, y de haber confrontado duramente a la izquierda militante pero no alzada en armas.

Verónika Mendoza no vive en San Isidro, sino en Cusco. De origen francés, bien educada y con muy buenos dotes de comunicación, pasa sin embargo desapercibida en los corredores de los sectores sociales privilegiados. Propugna la "soberanía energética" (una noción poco clara, aunque sabemos que Perú sin exploración energética no podría crecer a los ritmos que ha crecido los últimos años).

Hay ecos políticos regionales tras las posiciones de Mendoza. No debemos olvidar que en un primer momento ella salió a justificar la orden de prisión del líder opositor venezolano Leopoldo López, acusándolo de conspirador (tesis de la cual ahora se retracta porque tiene posibilidades de ganar la presidencia; como lo hicieron en su momento Chávez, Correa e Iglesias).

Ahora Mendoza apoya el diálogo en Venezuela, cuando la única salida a la situación en ese país es un referéndum revocatorio a Maduro. Si un diálogo posterga el referéndum para el próximo año el régimen chavista continuaría en el poder ya que aún con la eventual salida de Maduro, asumiría su Vicepresidente por el resto del periodo.

Perú puede tener cinco buenos años por delante. Estoy convencido que Keiko y PPK le darán al país estabilidad, institucionalidad democrática y gobernabilidad. El problema puede venir por otro lado. Coquetear políticamente con Verónika Mendoza, ignorando el peligro que significa para el modelo económico exitoso del país, es jugar con fuego.

El futuro del país en las décadas por venir se puede hipotecar por este coqueteo entre PPK y Mendoza, comprándose un cuento que solo durará cinco años. La única solución que veo para que Perú no transite los mismos caminos escabrosos de Venezuela y Ecuador es que, desde San Isidro, se tome la iniciativa para reivindicar a Keiko Fujimori, terminando con su campaña de desprestigio –pues considero que solo Keiko Fujimori puede cerrarle el paso a Verónika Mendoza (ahora fortalecida por el triunfo de PPK).

Hacerlo de otra manera solo significará poner al Perú en la órbita y como último rezago del llamado Socialismo del Siglo XXI. En ese caso, todos jugarán para fortalecer y hacer crecer políticamente a Verónika Mendoza. Ironías de la política.

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