Milia Gayoso-Manzur

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Va por el caminero, tiene puestos unos pantalones gastados y chomba con rayas azul marino y lo que alguna vez fueron espacios en blanco.

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Habla solo, camina, lleva en la mano izquierda una pequeña planta en un pote de plástico azul Francia. La forma en que la sostiene es como una caricia: encorva la palma, la protege. Pasa, conversa consigo mismo. Sonríe para el viento. ¿Qué siente en esta mañana fría mientras deambula por ese lugar?

Un poco más allá, va ella. Viste un canguro color bordó que le cubre la cabeza del frío, calza negra y zapatillas. Tiene los pies morados a causa del frío. Una pequeña bolsita de plástico, con un par de empanadas y pancitos, cuelga de sus dedos. Camina presurosa. ¿Alguien la espera? Otra compañera de soledad, quizás, porque muchos de los pacientes están allí olvidados por sus seres queridos.

Un alto porcentaje de los pacientes internados en el Hospital Neurosiquiátrico no recibe visitas de familiares ni amigos que se preocupen de averiguar sobre la evolución de su estado, o de simplemente acompañarlos durante algunos minutos, cada cierto tiempo.

Hombre y mujer, se cruzan en los camineros del hospital. Se les deja pasear libremente porque no son agresivos. Ellos conforman una enorme población de personas con trastornos mentales que fueron internados en el nosocomio de la calle Venezuela (ex calle Luna). Allí reciben tratamiento médico, allí viven aunque puedan seguir sus tratamientos en las casas, porque es más fácil deshacerse de ellos que cuidarlos.

Al igual que los niños, muchos viven en un estado de inocencia, debido a la enfermedad que los aqueja, y como niños, se sumergen en historias imaginarias, en situaciones ideales contrarias a la realidad. En ese hospital comen y duermen en colchones que se suelen destruir en pocos días, allí se visten y se desvisten (muchos de ellos no soportan la ropa), hacen sus necesidades donde corresponde y donde no también. Allí entonan algunas estrofas, simulan escribir, dicen cosas sin sentido, ríen, lloran y añoran el calor del afecto.

"El mayor problema que soportan los internos es el abandono de sus familiares", explica un profesional del hospital. Y agrega que muchos pacientes ya curados, que son llevados a sus hogares, vuelven solos hasta el centro hospitalario porque se sienten mejor en ese sitio. En la casa han perdido su espacio personal y quizás hasta el cariño de sus seres queridos, entonces deciden regresar donde no se sienten tan solos.

¿Por qué la gente abandona a sus familiares con trastornos mentales? Por varias razones que van desde la poca formación que genera rechazo hasta graves problemas económicos, especialmente de quienes viven en el interior. Para estos, venir a Asunción a visitar a su pariente enfermo implica gastos de pasaje, estadía y comida, que muchos no pueden solventar. Otros, sencillamente no quieren cuidar de sus parientes enfermos y lo depositan en el nosocomio, para que otros se encarguen de ellos. "El hospital se convirtió en un depósito de enfermos rechazados por sus familias", dijo un especialista conocer de la situación. Razones no le faltan para afirmar algo tan doloroso.

En una esquina de la avenida Mariscal López, un joven moreno desgarra sus ropas y se ata a la cintura una remera amarilla, partida en dos. Habla, ¿canta?, gesticula. No tiene 30 años, debiera florecer todavía. La medicina puede hacer su parte, sus seres queridos también.

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