Por Luis Szarán

La industria cultural, en muchos países, en la actualidad, moviliza más recursos que otras fuentes de producción. Es así que las sociedades de autores, intérpretes, editores y otros relacionados a esta actividad, van tomando importancia de primera magnitud, no sólo para los involucrados directos en el negocio del entretenimiento y la producción artística, sino para el desarrollo de la economía de los países del mundo en general. El caso de APA (Autores Paraguayos Asociados) es similar a lo que sucedió en la mayoría de las asociaciones de este tipo, algunas ya nacidas en las primeras décadas del Siglo XX, pero en su mayoría entre 1940 y 50.

Las sociedades de autores se iniciaron en todos lados, casi como un grupo familiar, de amigos creadores, amparados por leyes que protegían sus derechos y administrando el dinero pagado por el uso de las obras de sus asociados de manera quasi doméstica y a su vez, distribuidos a estos por cálculos de aproximación o muchas veces por criterios de valoración personal. Con el natural crecimiento de los ingresos y el consumo cada vez más masivo de las obras, urgían soportes tecnológicos, una mayor transparencia y en sobre todo especialistas en el tema, al frente de estas instituciones.

Muchas de estas sociedades pasaron por décadas de crisis, hasta que en su mayoría lograron una transformación adecuada a los tiempos, hecho del que salieron beneficiados en altísimo porcentaje, los asociados, antiguos y nuevos. Cuando una institución recaudadora es débil en cuanto a la transparencia de su gestión, más débil será su fuerza para exigir los pagos que la ley dispone. En el caso paraguayo, la vida institucional de APA no solamente arrastra un historial de disonancias de su pasado reciente, sino también, por actuales graves denuncias realizadas con responsabilidad por el órgano competente, a más de un sector importante de sus asociados; cuestionamientos que en vez de ser descargados con claridad e inteligencia, son rechazados con acciones y actitudes que no están a la altura de lo que merecemos.

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Mediando la razón y no la pasión, los actuales directivos –entre los cuales cuento con varios, queridos y apreciados amigos– deberían dar un oportuno y saludable paso al costado, y luego de responder acerca de las cuestionadas desprolijidades y manejos poco claros, posibilitar que APA ingrese en una nueva era, moderna, sólida y transparente.

Un sistema como el actual, ya no es sostenible ni aceptable. Pero el problema de APA no culmina con una posible simple demostración de apertura o buena predisposición de su actual directorio, para el cambio. En APA predomina un sistema perverso, herencia de la anterior gestión de los tiempos de la dictadura. Para lograr mayoría en las asambleas, los directivos asociaban en masa a cualquiera que fuera autor de una poesía, algún mamotreto, silbido o susurro; así accedían al círculo de creadores a cambio de fidelidad. El sistema de distribución de dinero llega a todos, sobre la base de un mínimo –se difunda o no tu obra, todos cobran– lo demás se reparte históricamente, a su vez a través de un misterioso sistema de cálculos. A la hora de cualquier propuesta de cambio, esa masa societaria, que no son los verdaderos creadores, impone los rumbos de la institución. Los fundadores de APA fueron personalidades de la talla de Remberto Giménez, Alfonso Capurro, Juan Max Boettner, Félix Fernández, Carlos Lara Bareiro, Leonardo Alarcón, Emilio Vaesken y otros. ¿Volveremos a honrar el sueño de estos grandes héroes de nuestra cultura? Los actuales directivos tienen la responsabilidad de aclarar las dudas y abrir las puertas a una reforma que incluya a todos, creadores de la vieja guardia y a los representantes de la nueva generación.

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