A poco más de cuatro meses de los atentados de París –que costaron la vida de 130 personas– el grupo terrorista musulmán Estado Islámico protagonizó ayer una nueva masacre,esta vez en la estación de metro y el aeropuerto de Bruselas, Bélgica.

Los extremistas hicieron detonar explosivos en los sitios mencionados, causando además de los fallecidos una considerable cantidad de heridos y lesionados. El atentado ocurre pocos días después de la detención en la capital belga de Salah Abdeslam, el cerebro de los ataques parisinos. Resulta lamentable que, pese a haber dado con el paradero de este sujeto, la policía de Bélgica y Francia no consiguieron descubrir el plan del ataque de ayer.

Ante todo, es indispensable expresar la más profunda solidaridad con las víctimas y un enérgico rechazo al extremismo religioso –no importa el credo– que trata de moldear la sociedad a sus creencias y valores. No hay que perder de vista que uno de los mayores aportes de la civilización occidental a la humanidad es la clara separación del poder político de la religión, limitando los asuntos relativos a la fe espiritual al ámbito estrictamente personal, ya que atañen en forma exclusiva al individuo y su conciencia.

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Así como el Estado no puede promover e inculcar cierta ideología, tampoco los individuos o los grupos sociales pueden "convertir" a los demás a tal o cual religión. Al terror del Estado Islámico es necesario oponer los principios de la convivencia democrática: la tolerancia, el respeto a las diferencias y al disenso, la noción del "otro" como sujeto de derechos y de autonomía.

Desde luego, los terroristas no serán detenidos apenas con lindos discursos y buenas ideas. Es necesario el despliegue de fuerzas que logren neutralizar a estos grupos más radicalizados, que en los últimos años construyeron una preponderancia hegemónica no solo en el Oriente Medio, sino también en ciertos núcleos de las comunidades musulmanas asentadas en países occidentales.

La clave del problema del terrorismo no es, sin embargo, solamente militar. Superar y vencer estas propuestas y organizaciones extremistas no tiene que ver solo con lanzar más bombas, movilizar más soldados o redoblar los ataques aéreos. Supone también un cambio en las políticas seguidas en las zonas de mayor conflicto, limitando la intervención y respaldando las salidas democráticas en cada país.

En el fondo, serán los sectores laicos y los grupos musulmanes más abiertos y tolerantes quienes pongan freno a la expansión de bandas terroristas como el Estado Islámico. Sin la cooperación de los elementos más sanos de las sociedades de mayoría islámica y que se encuentran en conflicto con Occidente, no será posible una victoria duradera sobre los terroristas.

En ese sentido, las potencias occidentales deben hacer una autocrítica de su papel en las últimas décadas en Oriente Medio y el norte de África. El empleo de la fuerza militar con frecuencia en forma abusiva y perjudicando a civiles e inocentes y la permanente injerencia en la política interna de las naciones de esa parte del mundo han generado un recelo justificado que a veces llega a la hostilidad.

Forma esto un caldo de cultivo ideal para que prosperen y crezcan movimientos radicalizados y fundamentalistas, de los cuales a su vez se desprenden grupos terroristas que llevan la guerra a otro nivel.

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