Por Milia Gayoso Manzur

miliagm@yahoo.com

miliagm@lanacion.com.py

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

En el momento en que escribo esto, llevamos cuatro días de regreso al pasado y con los colchones a cuestas. No es síndrome de tortuga, sino instinto de supervivencia. Dejo este testimonio para las generaciones futuras, para que ya nada los sorprenda ni les asombre.

Es febrero del 2016. Es uno de los veranos más calientes en esta tierra que parece tener un volcán en sus entrañas. Vivo en un barrio ubicado en San Lorenzo, en el límite con Fernando de la Mora. Allí han transcurrido los últimos treinta y pico años de mi vida, y allí está ubicado nuestro hogar. En principio, un pozo de agua cavado a veinte metros bajo tierra, fue nuestro tesoro particular; con los años las filtraciones peligrosas hicieron necesario clausurarlo y recurrimos al pozo artesiano que regala el precioso líquido en importante volumen. Pero el motor que hace subir el agua necesita energía para funcionar; no así el pozo recubierto de helechos y agrial, del que se podía sacar agua con una cuerda, un balde y una roldana.

Lo que nos pasa a nosotros en mi barrio se replica en miles de hogares. Ciudades enteras viven una catástrofe inédita justo en una época de calor infernal y de enorme cantidad de mosquitos que transmiten peligrosas enfermedades.

Sigo. Día 1. En una hora que no quiero recordar, se fue la luz. Al "enseguida ha de volver" siguió la desazón a medida que llegaban las noticias por medio de esos fantásticos celulares que cada vez tenían menos batería. La energía eléctrica no regresaría tan pronto. Entonces mi marido y los chicos comenzaron a sacar los colchones al patio. Me negué a dormir afuera hasta que el calor de la habitación me empujó hasta allí, con mi pantalla de karanda'y y la tohallita en las manos. La casa, romántica con las velas encendidas sobre platitos, tazas y potes, era un horno que hacía arder la piel.

Luego de muchos años volví a admirar las estrellas acostada boca arriba. Recordé mi infancia en Villa Hayes, disfrutando de las noches en el patio de nuestra casita ribereña. Pero eran otros tiempos y otras circunstancias. Los mosquitos me devolvieron a la realidad. En síntesis, no dormí nada y fui a trabajar al día siguiente, malhumorada, soñolienta y enfurecida con la Ande y todos sus directivos, ingenieros y cuantos técnicos tiene.

Día 2. Luego de una larga y calurosa jornada laboral, no tenía ganas de volver a mi casa a oscuras y sin agua. Pero tenía que hacerlo. Todo seguía lúgubre e inhabitable. Tomamos nuestros colchones y bártulos de primera necesidad y fuimos a dormir a un lugar que nos prestaron.

Día 3. La casa estuvo el día entero sin energía eléctrica y sin agua. A la noche, cuando estábamos por volver a buscar refugio prestado, se hizo la luz y con ella volvió la alegría. Nos quedamos en casa, y si bien en medio de la noche se registró un par de cortes no muy largos, pudimos dormir en nuestras camas.

Día 4. Amanecimos el domingo con energía, fue un día largo, donde compartimos las peripecias de cada familia del barrio, en un velorio. Comentaban los deudos del fallecido, que mientras su pariente estaba en el hospital, ellos tuvieron que pedir asilo en las casas de familiares, para poder darse una ducha y regresar al lado del enfermo.

A la noche, en plena preparación de la cena, la luz se vuelve a marchar. Las once de la noche, las doce, doce y media… tomamos nuestros colchones y emigramos a un nuevo refugio prestado, buscando poder respirar y dormir algunas horas.

Día 5. El despertador sonó a las cinco y media… hora de ir a trabajar o a estudiar, cada uno a sus obligaciones… Es media tarde cuando escribo esto, la luz vino y se fue en casa (según me cuentan) y no sabemos qué pasará a la noche.

No es realismo mágico, no es un sueño… sino más bien una pesadilla. Sin embargo, les informo a quienes puedan leer esto en algunos años, que el país cuenta con dos gigantescas hidroeléctricas y una institución encargada del abastecimiento eléctrico de todo el Paraguay, que factura tantos millones que no entran en una calculadora. Con este panorama, no se explica que estemos a vela y lamparitas, dependiendo de pantallas y abanicos, bañándonos con un litro de agua mineral y viendo cómo se pudren los alimentos en la heladera y nuestra paciencia se diluye entre litros de sudor. ¿Por qué nos pasa esto? Ya lo dijo algún vez el gran Roa Bastos: de este país se ha enamorado el infortunio.

Déjanos tus comentarios en Voiz