Por Milia Gayoso Manzur
Se instaló sobre la avenida Eusebio Ayala, debajo del viaducto construido sobre Madame Lynch, e hizo la señal de pare a los colectivos. De la inmensa cantidad de líneas que pasaban raudamente, solo se quedaron los de la línea 21. Ninguna de las unidades tenía rampas de acceso para sillas de ruedas, aunque los choferes se mostraron cordiales.
El momento fue grabado por un canal de televisión que emitió un material sobre esta carencia. "Tratar de subir a un colectivo fue un intento para concientizar a los empresarios de transporte", dice Graciela Cazal (45 años). Instructora en los talleres laborales del Senadis, donde enseña a tejer ao po'i y crochet desde hace varios años. Como vivimos en el mismo barrio, la suelo ver algunas tardes sentada en la vereda con sus hermanas, sonriente, compartiendo una charla.
A los tres años fue afectada por una poliomelitis que dejó secuelas físicas en sus piernas, pero no en sus ganas de luchar día a día. Una de sus batallas tiene que ver con lograr para otras personas como ella, los mismos beneficios que busca para sí misma, como la posibilidad de viajar sin depender de nadie. "De mi trabajo me mandan a buscar o a veces me voy en taxi", dice, sin ninguna intención de victimizarse.
Cuenta que desde chica se propuso salir adelante sin sentirse discriminada, una manera de enfrentar su realidad en la que tuvo mucho que ver su familia, porque sus padres le enseñaron a ser independiente, sin detenerse nunca a pensar en sus limitaciones. "Siempre me hicieron sentir importante .
Los límites son mentales, todo se puede lograr", afirmó alguna vez en una entrevista. Pero a pesar de su determinación por vivir su vida con alegría, encuentra barreras a su paso, como ocurre con las personas que tienen alguna discapacidad física y residen en ciudades o barrios que no cuentan con espacios y medios de transporte inclusivos. "Los baños de los lugares públicos son inaccesibles para nosotros, las puertas son muy chicas y no cabe la silla de ruedas", dice.
Tampoco pueden transitar por las veredas porque "No están adecuadas para andar libremente, y en los lugares que están bien hechas, la gente estaciona sus vehículos y no se puede pasar", agrega. Las veredas mal construidas, rotas o con obstáculos, también representan un grave inconveniente para las personas no videntes y para los ancianos.
Pero esto parece no ser tenido en cuenta por los vecinos y las municipalidades. Hago el ejercicio mental de imaginarla a Graciela, yendo desde su casa hasta la avenida Mariscal López para tomar un colectivo (en caso de que se habilitara alguno con rampas y espacio para silla de ruedas) y la imagino sorteando calles empedradas sin vereda, calles asfaltadas con autos ocupando los espacios peatonales, el paso desnivelado sobre el arroyo que corre paralelo a la futura avenida Laguna Grande, etc. Que llegara sana hasta la parada de ómnibus, sería casi un milagro.
Madre de una niña de 9 años, que adoptó cuando era pequeña, Graciela Cazal nunca necesitó ayuda para cuidarla, porque su casa está adecuada a sus necesidades. Pero sí necesita y se merece vivir en una ciudad acogedora, inclusiva, en la que no precise realizar el triple de esfuerzo para sobrevivir, por el hecho de tener una discapacidad física. Desde todos los puntos del país, hay niños, adultos y ancianos como ella, que piden se piense en ellos a la hora de construir nuevos espacios y medios de transporte, o modificar a su favor los ya existentes. ¿Será esto posible alguna vez?