Por Milia Gayoso Manzur

miliagm@yahoo.com

Antes de viajar a Estados Unidos con sus tutores, Samantha se llamaba Felicia, y aunque en sus documentos primaba el nombre original, en la casa era Sam, con cariño, en homenaje a la madre de su padre adoptivo. De criada pasó a ser la única heredera de esa familia.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Oriunda de un poblado del interior, e integrante de una familia humilde y numerosa, la madre, imposibilitada de sacar adelante a todos sus hijos, dio como criaditas, a cambio de educación, vestimenta y comida a dos de sus niñas: Felicia y María Angélica, de siete y nueve años. La primera fue llevada por la pareja estadounidense, a su país. La cuidaron y la quisieron, hoy es una mujer adulta con dos hijos y sigue en contacto con su familia natural, a quien envía todo tipo de ayuda.

Pero su hermana no corrió igual suerte. De su pueblo vino a un barrio asunceno, con una pareja que la explotó sin misericordia desde el día en que llegó, aunque le habían prometido a su madre que solo sería una "compañerita" para su hija. Le dejaron completar la educación primaria, pero debía levantarse a las cuatro y media de la mañana y limpiar toda la casa, preparar el desayuno para todos y ayudar a lavar y vestir a los tres niños de la casa para asistir a clases. Mientras estos iban a un colegio privado en un transporte escolar, ella caminaba once cuadras hasta la escuela pública donde siempre llegaba tarde, se dormía sobre el pupitre y nunca completaba las tareas. Algunas maestras trataron de ayudarla, pero ella temblaba de miedo y negaba todo maltrato.

Se acostaba rendida casi a la medianoche, luego de haber lavado los cubiertos de la cena y acomodado a los niños - la nena de su edad y dos varones un poco mayores- en sus camas. Si al primer repique del despertador no estaba en pie, su patrona se levantaba para estironearle los cabellos y luego volvía a dormir.

Solo se libraba de hacer el almuerzo y de lavar la ropa, tareas a cargo de doña Filomena, pero el resto estaba todo a su cargo y si no hacía "bien su trabajo", era golpeada con lo primero que encontrara su patrona, ya sea un palo de escoba o un cucharón de metal. Cuando Ña Filó trataba de defenderla, era amenazada con ser despedida, y el patrón hacía como que no se daba cuenta de la vida que llevaba la niña en esa casa-prisión, permitiendo que la comandante lo hiciera todo a su modo. Hasta los niños se burlaban de ella y la llamaban María Argélica, por su eterno rictus de dolor y tristeza en el rostro.

A las catorce, cansada de golpes físicos, maltratos verbales y violaciones por parte del hijo mayor de la familia y del patrón, huyó de la casa. No le fue mejor porque en la calle fue captada por una proxeneta que la metió a otro tipo de prisión. Sigue viva, con las huellas de tanta mala vida en el alma.

A la misma edad en que huyó María Angélica, la pequeña Carolina no pudo escapar de su horrible destino. Fue asesinada sin misericordia y pone de nuevo en discusión la peligrosidad del criadazgo en Paraguay, tema sobre el cual existen importantes trabajos de investigación, pero que sigue vigente desde los tiempos de la colonia hasta la actualidad, con leyes tibias contra maltratadores, violadores y asesinos.

¿Cuántas Carolina se apagaron en silencio? ¿Cuántas María Angélica viven con las huellas imborrables de maltratos y vejaciones?

Con el dolor de no poder dar una mejor vida a sus hijos, miles de madres han dejado ir a sus hijos (niñas y niños) a "servir" en casas de personas conocidas o desconocidas, a cambio de una vida mejor. Sin embargo, en un gran porcentaje, estos pequeños han sido abusados de todas las maneras. El caso de Felicia es uno en mil, replicado con algunos pocos casos en el país; porque lo "habitual" es que los criaditos sean tratados como pequeños esclavos a los que se hace un "favor" teniendo en la casa. Esa es la realidad del criadazgo en Paraguay, con contadas excepciones.

Dejanos tu comentario